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LA ESTRUCTURA INTERNA DEL IMPERIO INCA Intentemos,
sin embargo, familiarizarnos con la estructura interna del Imperio inca, tal
como
se
ofrecía cuando Pachacutic y Tupa Yupanqui le hubieron dado su aspecto
definitivo; tenía un carácter racional, como lo demuestra el hecho
de que los súbditos estaban repartidos en grupos numéricos. Los
hombres de veinticinco a cincuenta años de edad, junto con sus familias,
estaban agrupados por centenas. Los jefes y los funcionarios cuyos rangos y
títulos dependían del número de las personas colocadas bajo
su administración, estaban colocados a la cabeza de organizaciones de
cincuenta, cien, quinientas, mil y diez mil familias. Es evidente que esta
clasificación decimal poseía gran número de ventajas de
tipo práctico, por ejemplo, cuando se trataba de reclutar hombres para
los trabajos públicos y el servicio militar, así como para hacer
las estadísticas, etc. Advirtamos que el sistema de los quipus, esos cordeles
anudados de que ya hemos hablado, era también decimal; los incas contaban,
no solamente los hombres, sino también los productos de consumo, los animales
y los objetos cobrados como tributo. Como decía Louis Baudin, con una
cierta exageración, todo estaba registrado, desde las piezas cobradas
en la caza, hasta las piedras para las hondas depositadas en los almacenes del
Estado.
La autoridad suprema emanaba del Sapay Inca, y de él se
transmitía a cuatro
gobernadores de las "cuatro provincias", o de las "cuatro regiones del mundo",
del Tahuantinsuyu (como era denominado el Imperio inca, de una palabra que
tenía una resonancia sagrada). Estos gobernadores por lo común
eran parientes próximos del Inca reinante, y residían en la capital;
los responsables ante ellos eran los jefes de las agrupaciones de diez mil jefes
de familia, los Hunucuracuna, y ante éstos eran responsables los jefes
de los grupos de mil jefes de familia, etc. Es probable que los Hunucuracuna
no mandasen siempre exactamente sobre diez mil jefes de familia, sino que a veces
lo hacían sólo sobre un número aproximado a los mil, dependiendo
este hecho de las condiciones demográficas de las regiones que controlaban.
El rango de los jefes de las comunidades locales, o
ayllú, podía ser más o menos elevado, según la importancia
de las poblaciones que estaban bajo su mandato. En todo caso, la
jerarquía seguía un orden absolutamente vertical. Los funcionarios
de la misma categoría no estaban nunca en relación entre ellos
mismos, sino sólo con sus superiores e inferiores. El Inca era informado
por los Tocoyricoc ("aquellos que todo lo ven"), inspectores especiales que
recorrían el país, acerca de las transgresiones de sus competencias
judiciales, y de otras que podían cometer los jefes locales,
así como sobre los acontecimientos extraordinarios que tenían lugar
en el Imperio.
La división de la
población en categorías según las edades, que fue hecha
paralelamente a su distribución aritmética, tuvo realmente
más importancia para el interior de las comunidades locales que para el
Estado. A cada edad correspondían actividades
especiales.1 Ni qué decir tiene que la buena dirección de un Estado presupone una ley rigurosa. El gobierno más o menos totalitario del Estado inca reposaba sobre leyes estrictas, que tenían como finalidad asegurar el mantenimiento del poder. El Inca supremo era dueño de castigar o premiar. Ninguna crónica nos dice en qué medida los soberanos tenían el derecho de mezclarse en las funciones de los sumos sacerdotes. Parece ser que en tiempos antiguos estos últimos estaban facultados para juzgar a los propios Incas, y más tarde conservaron la facultad de juzgar en los conflictos de orden religioso. Cada funcionario dirigente administraba justicia en su circunscripción. Algunos, como acabamos de ver, representantes del poder central, controlaban la administración de los jefes locales, pero las rivalidades de estos últimos habían aumentado durante el apogeo del Imperio. No hay duda, pues, de que en época preincaica, en ciertos grupos tribales, las instituciones democráticas tales como los consejos de ancianos u otras, habían limitado las atribuciones de los jefes de tribus o de pueblos. Pero más tarde fueron eliminados todos los frenos de este género, con el fin de que el poder central pudiese ser ejercido con mayor facilidad. Las infracciones cometidas en detrimento de las instituciones del Estado eran reprimidas con una extrema severidad. Por ejemplo, los robos cometidos en los campos del Inca eran castigados más duramente que aquellos en los que las víctimas eran particulares. Los jefes locales tenían que rendir cuentas por ciertas faltas cometidas por sus subordinados, y podían, incluso, ser condenados por el propio Inca. Los delitos menores eran sancionados con castigos corporales. Pero la brujería, el aborto, la violación, el adulterio y el incesto, el robo y la indisciplina, podían ser castigados con la muerte; las gentes de categoría no eran ejecutados por esta clase de delitos, pero sí podían ser encarcelados. Los trabajos forzados era una de las penas que se imponía habitualmente a los individuos destinados a la condena de pérdida de libertad. Las multas, y sobre todo los embargos de bienes, eran raros, ya que los incas vivían en una sociedad de carácter colectivista. Solamente una minoría constituida por los "poseedores" podían ser condenados a la confiscación de sus propiedades como castigo por los crímenes de infidelidad o de rebelión. Sin embargo, sabemos que existía una pena de multa colectiva, es decir, un aumento del volumen de los tributos, que era aplicada a los grupos que pagaban con retraso las cuotas que les tenían asignadas. Los condenados a muerte, por lo común eran lapidados o colgados; en algunas ocasiones eran precipitados desde lo alto de un peñón. La pena de decapitación estaba reservada a los nobles. El hecho de que los incas considerasen la muerte en la hoguera como la peor pena de muerte, se debe a que practicaban el culto a las momias, y no puede explicarse de otro modo el cambio de actitud de Atahualpa cuando fue amenazado con la hoguera, ya que, como hemos visto, al final se hizo bautizar para obtener la gracia de morir por el garrote. El que las gentes del pueblo fuesen castigadas de un modo distinto a como lo eran los nobles, se debía a que deseaban conservar la primacía de estos últimos. Pero, de todos modos, los incas tenían una alta concepción del derecho, como lo atestigua el que tuvieran en cuenta los motivos psicológicos al juzgar algunos delitos, y también el que las penas fuesen más graves en caso de reincidencia. La intemperancia y la indolencia eran reprimidas, pero sólo entre la clase trabajadora, hecho muy característico de la estructura del Estado inca. Los soberanos incas tienen el gran mérito de haber formado un verdadero Estado, y el único Imperio precolombino que conocemos, no sólo utilizando para ello la fuerza militar, sino también dejando subsistir, sabiamente, lo que encontraban in situ en los nuevos territorios. El poder central, por su parte, aseguraba el bienestar de los súbditos, los cuales se veían obligados a reconocer la religión del dios del sol, pero no les era prohibido el adorar a sus antiguas divinidades locales. En la época grande del Imperio, incluso dejaban que los prisioneros de guerra volviesen tranquilamente a sus países, en donde habían de hacer conocer el poderío y bondad del soberano. Aparentemente, entre los incas no existía la esclavitud. Después de las guerras de conquista, "en lugar de mezclar una clase baja de esclavos, compuesta de cautivos, a una sociedad en la cual no tenían lugar", admitían en el Imperio a nuevos hombres libres, que contribuían a aumentar la prosperidad general. Las hambres, que en tiempos anteriores habían sido causa de desórdenes, no volvieron a ser posibles desde el momento en que se construyeron almacenes en todas las comarcas del país, almacenes que estaban siempre repletos de víveres. Incluso si bien estos almacenes debían servir sobre todo para fines militares, los incas tenían la seguridad de no morir de hambre cuando la recolección fuese mala. Veamos cómo nos lo cuenta el padre Cobo: "Las provisiones que se conservaban en estos almacenes, que en esta época estaban llenos por completo, se componían de todo cuanto entregaba el pueblo: grandes cantidades de maíz, granos de quinoa, conservas de patatas y otras legumbres. Había gran abundancia de carne seca de llama, de ciervo y de vicuña; vestidos hechos de las telas más diversas, lana, algodón, y plumas, y sandalias de las denominadas ojotas. "También había armas... que servían para pertrechar a los guerreros cuando iban de una parte a otra del país. Asimismo existía una gran cantidad de las demás mercancías de las que había costumbre, en todo el Estado, de entregar como tributo al soberano, e incluso conchas de color rojo, que llevaban a Cuzco desde Tumbez (situada a más de trescientas millas de distancia), para hacer una especie de cuentas pequeñas parecidas al coral". La siguiente descripción de Cobo nos da una idea sobre las enormes cantidades de víveres que eran almacenadas de este modo: "Nuestros españoles encontraron los almacenes llenos de todo género de cosas, e incluso en tiempos de la guerra, que los nuestros sostuvieron con el fin de someter a los indígenas, las personas que se ocupaban de estos almacenes continuaron, según antigua costumbre, percibiendo los productos de los campos destinados al Inca y a los dioses. Lo mismo que en tiempos anteriores, no utilizaban más que una parte para ellos y para los sacrificios, y el resto lo conservaban en los almacenes, puesto que creían que llegaría un momento en que deberían rendir cuentas al Inca. Así, cuando el presidente Pedro de la Gazca penetró en el valle de Jauja con el ejército de Su Majestad, con el fin de perseguir a Gonzalo Pizarro, permaneciendo en él durante siete meses, los soldados no carecieron de víveres en ningún momento. En efecto, en estos almacenes habían sido depositadas las recolecciones de muchos años, más de cinco mil fanegas (una fanega = 55 litros), e incluso aunque hubiesen tenido más necesidades, no hubiesen podido vaciar los almacenes del valle". Los súbditos del Inca comían, pero no vivían en una frivola prosperidad, como muy bien nos lo demuestra un descubrimiento de vestidos cubiertos de zurcidos realizado por el arqueólogo americano Strong en un antiguo poblado indio, en Pachacamac. Existía un abismo entre las condiciones de vida de la minoría selecta de nobles y la de los campesinos, más modestos. Sin embargo, la aparición de nuevos grupos sociales a partir de cierta época, parece haber ofrecido a los individuos algunas posibilidades de ascenso. A la llegada de los españoles al Perú, la jerarquía social inca se hallaba en los comienzos de una nueva evolución. Hoy en día es difícil ver si la propiedad y la explotación colectiva del suelo por los ayllú (comunidades locales basadas en los clanes), había sido efectivamente una institución preincaica tan extendida como indican algunos americanistas. Las primeras relaciones de los cronistas españoles nos permiten, todo lo más, comprobar que ésta ha existido en época india en algunas provincias del Imperio. Por el contrario, es probable que, desde tiempos muy antiguos, una parte de la recolección fuese a manos de los jefes de los poblados, así como a las divinidades locales, es decir, a sus sacerdotes. En el Estado inca del siglo XVI, época de la llegada de los españoles, el derecho de propiedad sobre numerosas colectividades del poblado (aunque no de todas) no estaba restringido más que en él sentido de que determinadas porciones de tierra comunales estaban apartadas, y los productos de estos campos revertían al Inca, el cual los utilizaba para su uso personal, o bien los distribuía entre los súbditos beneméritos. Las comarcas en donde sobre todo se practicaba la ganadería y el pastoreo, eran considerados como uno de los bienes del Estado; además, todas las plantaciones de coca y todos los yacimientos de metales preciosos eran también considerados de esta manera. En los lugares en donde había templos y santuarios, los productos de una cierta parte de los campos estaban reservados al clero. Pero la estricta división del suelo en tres partes: las tierras del Inca, las de los templos y las comunales del poblado, parece no haber sido practicada más que en algunas comarcas, lo que echa por tierra la hipótesis sostenida a este respecto. La repartición del suelo se hacía según las condiciones particulares de los campos y las necesidades de la corona y del clero. La mayor parte del suelo cultivable pertenecía, indudablemente, a las comunidades locales, pero en varias regiones, por ejemplo, en el territorio chimú, y en otras zonas de la costa, parece haber sido propiedad de los príncipes feudales; y solamente en algunas provincias se procedía cada año a un nuevo reparto de las tierras entre las familias reducidas, reparto que se hacía teniendo en cuenta el número de sus miembros. Por lo común, las familias cubrían por sí mismas sus necesidades, y como no existían los medios de pago directo, cambiaban los objetos de que estaban sobrados por aquellos de que estaban necesitados. Si bien el comercio interior de los incas estaba sometido a una serie de reglas, ningún autor nos ha indicado que el comercio exterior haya sido dirigido por el Estado. Ahora bien, ellos comerciaban con países extranjeros, como lo demuestra el hecho de que el piloto español Ruiz encontrara en el año 1526 una balsa de vela peruana, que iba cargada con toda clase de mercancías con destino a las islas de las Perlas, o a algún otro lugar del norte, para ser cambiadas por conchas con las que hacían adornos. Este comercio exterior no hubiese sido posible si la economía del Imperio hubiese sido una economía totalitaria y tan rigurosamente dirigida como pretenden algunos americanistas. Louis Baudin parece desconocer el carácter profundo del indio cuando califica a los súbditos del Inca de "parque zoológico de hombres dichosos", de hombres habituados a un régimen totalitario y a un Estado que preveía todo cuanto ellos podían necesitar para llevar una vida abúlica y descuidada, hasta tal punto que, incluso en nuestros días, sus descendientes serían incapaces de tomar la más mínima iniciativa; aquí debemos hablar de este conservadurismo acentuado, propio de casi todos los pueblos indios. Lo mismo que otros habitantes de la campiña, aunque todavía con más exageración, sus campesinos estaban aferrados al suelo y a las costumbres de sus antepasados. El sentido de la comunidad que poseen los indios es también un rasgo característico de su mentalidad. Es, pues, sorprendente el que todavía se encuentre en algunas regiones de los Andes una especie de comunismo agrario que indudablemente existió ya en diversas comarcas del antiguo Perú, mucho antes de la época de los incas. Una innovación del régimen inca consistía en el hecho de que los súbditos estaban obligados a participar temporalmente en los trabajos públicos hechos por cuenta del Estado, pero que también aprovechaban a las comunidades tribales o a los aldeanos locales. Estos trabajos tenían como finalidad construir acueductos y canales de riego, disponer los campos en terrazas, construir fortalezas, templos y otros edificios públicos; a este respecto, y algo más adelante, trataremos de la construcción de carreteras. Dentro de esta misma categoría, debemos colocar el trabajo en las minas y en las plantaciones de coca, que pertenecían al Estado o al Inca. Pero los súbditos, evidentemente, no participaban en tales actividades más que durante un tiempo limitado. Así, de creer en el testimonio de algunos cronistas, no trabajaban en las minas más que cuatro meses al año, y ello tan sólo en horas favorables. Además, al contrario de lo que se hizo después en época de la colonización española, los incas no empleaban para la extracción de los materiales más que a las personas que vivían en las proximidades de los distritos mineros. También debemos advertir que el servicio de trabajo comprendía solamente a los hombres de una determinada edad, mientras que los españoles no vacilaron en hacer trabajar incluso a las mujeres y a los niños. Jamás será debidamente subrayada la diferencia fundamental existente entre el conceptoindio del trabajo en tiempo de los incas y el de los europeos. Para los indios, la labor colectiva tenía algo de solemne, y todavía lo sienten así en la actualidad. "Los españoles no parecen haber comprendido que, a los ojos de los indios, un trabajo que no llevase aparejado un simbolismo ceremonial no merecía ser realizado... Todo trabajo tenía sus aspectos rituales y solemnes, y se trabajaba de un modo ceremonial". Esto es verdad en lo que se refiere al trabajo en las minas, con motivo del cual, los incas hacían sacrificios a los dioses, costumbre que subsistió durante la época colonial. Pero, sobre todo, es verdad en lo concerniente a la labranza y a la recolección. Lo mismo que en la China antigua, en donde el emperador abría los primeros surcos de los campos, el Inca inauguraba solemnemente las labores del campo. Veamos lo que cuenta a este respecto el padre Cobo: "Cuando el Inca o su gobernador, o tal vez uno de sus capitanes, estaba allí por obra del azar, daba el primer golpe en el suelo con la pala de oro que le era ofrecida; todos los señores y nobles de su cortejo seguían entonces su ejemplo. Sin embargo, el Inca interrrumpía pronto su labor, y, entonces, los demás señores y nobles paraban también de trabajar, y se sentaban junto al Inca para el festín, que en estos días era más solemne. Una vez hecho el reparto de la tierra cada uno hacía que su mujer, sus hijos y todas las personas de la casa, le ayudasen en el trabajo de la parte que le correspondía. Aquel que tenía muchas ayudas, era considerado un hombre rico, puesto que lograba sacar mucho más de su parte. Aquel que no poseía la ayuda de nadie para realizar su trabajo era considerado un hombre pobre, puesto que debía permanecer más tiempo trabajando. Todos los habitantes de un poblado trabajaban, y con ellos señores y nobles, e incluso los jefes de mayor categoría. Todos iban con sus mejores vestidos y cantando sus canciones: cantos de alabanza al dios cuando trabajaban en las tierras de la religión, y cantos de alabanza al soberano cuando trabajaban las tierras del mismo". Cuando los habitantes de un poblado eran convocados para participar en los trabajos públicos, un grupo de ellos debía permanecer en sus viviendas, con el fin de que siguiesen cultivando los campos y ocupándose de los rebaños de llamas; de esta manera todo marchaba como sobre ruedas. Las gentes de algunas provincias estaban obligadas enteramente a determinados servicios, y, en compensación, no eran incluidos en los trabajos habituales. Por ejemplo, una provincia proporcionaba los portadores de la litera del Inca; otra los danzarines para las ceremonias religiosas, y otra la madera que era utilizada para los holocaustos. Una de las realizaciones más importantes de los Incas fue la construcción de grandes rutas imperiales, a lo largo de las cuales se encontraban, de trecho en trecho, almacenes, casas destinadas a ofrecer asilo a los viajeros y los relevos de los corredores. Ubbelohde Doering, que en 1938 tuvo ocasión de recorrer algunas cortas distancias, escribe: "No es posible imaginar al Imperio inca sin estas carreteras que permitían las comunicaciones entre lugares alejados entre sí, de la misma manera que estas carreteras no son susceptibles de ser imaginadas sin la organización del Imperio inca". Fueron utilizadas por los conquistadores españoles, quienes admiraron mucho estas "carreteras reales", como así las denominaron, y también las admiró el gran Alexander von Humboldt. En las zonas del llano, estas rutas podrían ser convertidas en autopistas. Como quiera que los incas desconocían la rueda (como era también el caso de los demás pueblos precolombinos), no necesitaban el mismo tipo de carreteras que hubiesen necesitado de haberla conocido, ya que por ellas no circulaban más que gentes de a pie, portadores de literas, y caravanas de llamas. Aquellas rutas cruzaban las llanuras y franqueaban las montañas, y en las zonas abruptas estaban formadas por escaleras talladas en la roca; en las zonas costeras eran protegidas de la arena del desierto llevada por el viento, por medio de fuertes muros. Reciben el nombre de carreteras reales por haber sido emprendidas bajo la dirección de los soberanos, y su principal finalidad era la de servir para las tropas y los mensajeros, aunque también eran utilizadas para transportar los productos de unos lugares a otros del país, del litoral cálido al frío altiplano, y al revés. Cieza de León, uno de los más bravos soldados de Pizarra, y uno de los cronistas más dignos de fe de la época de la Conquista, ha tratado de ello en términos pertinentes: "Destos caminos reales había muchos en todo el reyno", escribía, "así por la sierra como por los llanos. Entre todos se tienen cuatro por los más importantes, que son los que salían de la ciudad del Cuzco, de la misma plaza della, como crucero, a las provincias del reyno".
Poco después, en su obra, este guerrero, por lo general
sobrio en elogios que era Cieza de León, describe con gran entusiasmo
un camino hecho construir por Huayna Capac: "Mandó Huayna Capac que se
entendiese en hacer un camino más real,
mayor y más ancho que por donde fue su padre, que llegase hasta Quito,
a
donde tenía pensado de ir; y que los aposentos ordinarios y
depósitos de las postas se pasasen a él. Para que por todas las
tierras se supiese ser esto su voluntad, salieron correos a lo avisar, y luego
fueron orejones a lo mandar cumplir, y se hizo un camino el más soberbio
y de ver que hay en el mundo, y más largo, porque salía del Cuzco
y allegaba a Quito y se juntaba con el que iba a Chile. Igual a él, creo
yo que desde que hay memoria de gente, no se ha leído de tanta grandeza
como tuvo este camino, hecho por valles hondos y por tierras altas, por montes
de nieve, por tremedales de agua, y por peña viva y junto a ríos
furiosos; por estas partes iba llano y empedrado, por las laderas bien sacado,
por las sierras desechado, por las peñas socavado, por junto a los
ríos sus paredes, entre nieves con escalones y descansos; por todas partes
limpio, barrido, descombrado, lleno de aposentos, de depósitos de tesoros,
de templos del sol, de postas que había en este camino. ¡Oh! ¿Qué grandeza
se puede decir de Alexandre, ni de ninguno de los poderosos reyes que el mundo
mandaron que del camino hiciesen, ni
inventasen el proveimiento que en él había? No fue nada la calzada
que los romanos hicieron, que pasa por España, ni los otros que leemos,
para que con éste se comparen. Y hízose hasta en más poco
tiempo de lo que se puede imaginar; porque los Incas, más tardaban ellos
en mandarlo, que sus gentes en ponerlo por obra. Hízose llamamiento general
en todas las provincias de su señoría, y vinieron de todas partes
tantas gentes, y que hinchían los
campos".
Gran número de las carreteras incas se han conservado hasta
el presente, y todavía vemos en la zona costera, durante largos trechos,
los muros de adobes secados al sol que servían para proteger estos caminos
tan rectos de las arenas movedizas del desierto.
Todavía vemos en las sierras sus escaleras talladas en las rocas de dureza
extraordinaria, y también vemos las calzadas de piedra que sus constructores
habían edificado en los terrenos pantanosos. A veces, en los lugares solitarios,
vemos las ruinas abandonadas de las hospederías de las caravanas, con
sus patios rodeados de muros en donde reposaban las llamas de carga de las tropas
que hacían etapa allí. Cuando uno se encuentra en alguno de estos
antiguos caminos, no le cuesta el menor esfuerzo imaginar las literas de los
principales personajes de entonces oscilando al subir por las pendientes, o a
los mensajeros llegar jadeando a las paradas. Estos corredores estaban apostados
de dos en dos o de tres en tres en las zonas
de relevo, en donde permanecían vestidos y con las sandalias puestas de
día y de noche, de modo que estuviesen siempre a punto de prestar servicio.
Los mensajes se transmitían oralmente o por medio de los quipus; los que
estaban en camino se anunciaban haciendo sonar la trompa poco antes de llegar
a los lugares de relevo, con el fin de que aquellos que iban a reemplazarles
pudiesen ponerse en camino sin perder un solo minuto. Se ha calculado que, en
el siglo XVII, los jinetes españoles empleaban, para ir de Cuzco a Lima,
cuatro veces más de lo que tardaban los corredores del Inca, los cuales
realizaban en cuatro días el difícil trayecto de casi unos setecientos
kilómetros.
Entre los incas, lo mismo que en China, en Japón, en la
India, y en el
México precolombino, se sabía construir puentes colgantes, que
frecuentemente cruzaban profundos abismos. La mayor parte de las veces, estos
puentes estaban hechos de cuerdas de fibras de pita, y sujetos a las rocas por
construcciones de albañilería o a vigas. Pero los incas
también sabían construir puentes de piedra, para lo que empleaban
grandes bloques, así como puentes de barcas, con la ayuda de balsas sujetas
entre sí.
Si bien las cargas
más pesadas (trabajos públicos, tributos, etc.) recaían
en
principio únicamente sobre los miembros de las colectividades locales,
bajo el régimen de los Incas acabaron constituyéndose nuevas clases
sociales. Los yanacuna, servidores personales de los nobles y de los soberanos,
no estaban sometidos a la jurisdicción de los jefes de las comunidades.
Algunos de estos yanacuna eran reclutados entre los hijos de los jefes provinciales,
y, como estaban en relación con los grandes
personajes, podían elevarse dentro de la escala social, en el caso de
que
lograran su favor. Su posición era equiparable, indudablemente, a la de
los numerosos artesanos especializados que habían afluido a Cuzco, y que,
como ellos, se habían separado de sus comunidades campesinas de origen
para ir a la capital a trabajar para la corte. Aquellos que servían a
los
Incas como guardias de corps o como pajes, podían, una vez que hubiesen
dado prueba de su capacidad, convertirse en administradores de almacenes, ingenieros,
arquitectos o adjuntos de funcionarios;, también
podían lograr que les fuesen entregadas tierras y
mujeres.
Las "muchachas elegidas", a las que
muchos autores denominan las "Vírgenes del sol", constituían
también una clase nueva dentro de la sociedad inca. Debemos advertir que
sólo una parte de ellas estaba dedicada al servicio de los templos, a
los
del dios solar, y también a los de otras divinidades. Puede que en tiempos
antiguos hayan existido instituciones análogas a la de las "muchachas
elegidas", no sólo en el territorio original de los incas,
sino también en otras provincias del Perú. Sin embargo, en época
del Imperio había algo nuevo, que consistía en reclutar infantes
en todo el país: la mayor parte de este tributo
infantil se componía, aparentemente, de niñas de unos diez a quince
años, que eran colocadas en una especie "conventos", en donde
aprendían a hilar y a tejer, así como a preparar bebidas y alimentos
para las libaciones, a preparar los altares de los dioses, y a ejecutar otras
tareas femeninas. Existían muchachas elegidas destinadas a convertirse
en concubinas del soberano (acllas), o que eran entregadas a los jefes con el
fin de recompensarles por servicios de tipo particular, o para manifestarles
su benevolencia. Otras no eran más que las servidoras de aquellos que
tenían una posición superior a la
suya.
Puede considerarse que la clase de estas
mujeres, que habían sido apartadas de sus clanes de origen, podía
equipararse a la de los yanacuna y a la de los artesanos. Y, como estos últimos,
a veces podían elevarse dentro de la sociedad, mientras que muchos de
los hombres libres de baja condición no tenían esta posibilidad,
a menos que ello sucediese con motivo de una
guerra.
Este nuevo orden social aparecido entre los incas, no es debido
solamente al resultado de la llegada de gentes procedentes de las comunidades
locales, los ayllú, sino que
también las guerras extranjeras favorecieron el nacimiento de un nuevo
mundo social. Las querellas tradicionales entre los distintos grupos de tribus
cesaron a partir del momento en que los soberanos dispusieron de poder absoluto.
Los ciudadanos llamados a formar en el ejército inca pudieron conocer
tierras lejanas, viendo ampliado su horizonte; ya de regreso a su país
de
origen, aquellos que habían sido recompensados por su bravura, gozaban
de
gran consideración. Por otra parte, el hecho de que el quechua se hubiese
convertido en la lengua oficial del Estado, "transformó a los campesinos
indígenas en ciudadanos de un
imperio".
Además, los incas realizaron un
grandioso programa de colonización, lo que contribuyó en gran medida
a la fusión cultural y lingüística entre las regiones antiguas
y nuevas del Imperio. Los colonos eran denominados mitimacuna. La
colonización se realizaba según el siguiente sistema: las gentes
de las provincias antiguas eran enviadas a las comarcas recientemente conquistadas,
mientras que una parte de los vencidos eran trasladados a las provincias que
desde hacía ya largo tiempo pertenecían a los incas, con el fin
de que se habituasen a la lengua y a las leyes del Imperio,
acostumbrándose a servirlo. Éstos gozaban de los mismos derechos
que la población del tronco primitivo. Las narraciones de los cronistas
españoles no nos informan de un modo demasiado claro acerca del origen
social de los mitimacuna; tal vez en unas ocasiones se trataba de soldados, y
en
otras de campesinos, pero la mayoría de las veces debía de tratarse
de ambos a la vez. En efecto, desde el punto de vista de la
política del Estado, era tan importante el llevar soldados y campesinos
ya encauzados a las zonas que no habían sido todavía revalorizadas,
como el trasladar a los nuevos súbditos a las zonas centrales del Imperio.
Cuando los españoles llegaron al Perú, este
proceso de fusión estaba todavía en curso de realización,
y
el hecho de que no estuviese terminado les facilitó grandemente la
victoria.
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NOTA | |
1 | "La
división en categorías según las edades, y por
consiguiente según las ocupaciones impuestas a los individuos,
era la
siguiente: — menos de un año, el bebe en la cuna; — de 1 a 5 años, el niño que juega; Cabeza de Vaca pretende que debía "enhebrar los piojos con un cabello, a fin de que nadie permaneciera ocioso"; — de 5 a 9 años, el niño que anda; — de 9 a 12 años, el niño caza los pájaros en los campos de maíz; — de 12 a 18 años, es conductor de llamas y es aprendiz manual; — de 18 a 25 años, es ayudante de sus padres en todos los trabajos; — de 25 a 30 años, es adulto tributario; — de 50 a 60 años, es hombre maduro todavía capaz de rendir servicios; — mayores de 60 años, es anciano achacoso, capaz sólo de dar buenos consejos; — una décima categoría comprendía a los enfermos, lisiados y locos." (Louis Baudin, La vie quotidienne au temps des Inca, París, 1955.) |
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