Presentamos aquí el prefacio y la introducción de la obra de Elias Trabulse: Ciencia y Religión en el siglo XVII. El Colegio de México. México, 1974.

 
CIENCIA Y RELIGION EN EL SIGLO XVII
ELIAS TRABULSE
PREFACIO

Desde hace algunos años se han venido haciendo algunas investigaciones en tomo al desarrollo científico de la Nueva España. El auge que dicho desarrollo tuvo en la segunda mitad del siglo XVIII ha hecho que se tienda, en algunos casos, a considerar que los primeros brotes del modernismo científico fueron frutos más bien tardíos del desenvolvimiento intelectual de la colonia, de ahí que se hayan relegado a segundo plano las investigaciones de historia de las ciencias exactas en México en los siglos XVI y XVII. Esta laguna en la historia colonial de nuestro país es tanto más grave cuanto que es precisamente en el siglo XVII cuando se echan las bases definitivas de la ciencia moderna.

El hallazgo fortuito de una serie de documentos nos puso de manifiesto el evidente avance de la Nueva España en materia científica desde los primeros decenios del siglo XVII. Junto a las figuras consagradas por la historiografía científica mexicana, vimos aparecer otros hombres de ciencia que en muchos casos aventajaban a aquéllos. La necesidad de reivindicar dichas figuras, entre las cuales descuella el mercedario fray Diego Rodríguez, nos indujo a hurgar en el ambiente científico del seiscientos tanto mexicano como europeo.

Para ello hubimos de recurrir tanto a los impresos (primordialmente matemáticos y astronómicos), como a los manuscritos científicos del siglo XVII, lo que nos puso de manifiesto la primacía que guardaban los textos de astronomía cometaria en relación a cualquier otro tipo de estudios astronómicos.

Estos estudios sobre los cometas y su influencia maligna en el mundo forman uno de los más interesantes capítulos de la historia del nacimiento de la ciencia moderna, ya que en ellos se mezcla la visión mítica del cosmos con la nueva visión científica. Son los documentos idóneos para estudiar el tránsito de la astrología judiciaria a la astronomía científica, o sea de la concepción medieval del cosmos a la nueva cosmología mecanicista del universo, que lograba su consagración en las dos últimas décadas del siglo XVII.

Así, abocados inicialmente al estudio de los primeros brotes científicos de la Nueva España, hubimos de pasar necesariamente a la ponderación del carácter moderno de dichos brotes y en consecuencia a su confrontación con la corriente europea que conducía dicha revolución científica.

De no ser por el cometa de 1680 no nos hubiéramos aventurado más allá. Pero este astro no sólo provocó un susto general, sino que también dio origen a una serie de tratados que, a la par que daban un paso definitivo en la teoría mecanicista del universo, socavaban las bases de la concepción religiosomedieval del mundo. El cometa en cuestión es una de las más evidentes manifestaciones de la influencia que tuvo la visión científica moderna del mundo sobre la visión religiosa.

Esta coyuntura histórica nos proporcionó el material para el estudio de las consecuencias y de las repercusiones de la nueva cosmología en el terreno religioso novohispano y europeo.

Así, no sólo nos circunscribimos al estudio de los primeros síntomas de modernidad científica en nuestro país sino que hubimos de pasar al estudio de las ideas religiosas en México en el siglo XVII. Por ello el tema del presente trabajo es indivisible, ya que el enfoque de un solo aspecto, o el científico o el religioso, mutilaría lo que debe ser considerado sólo en conjunto, pues del mismo modo que no podemos prescindir de la astrología judiciaría en el estudio del nacimiento de la astronomía moderna, así no podemos entender la religión ilustrada del siglo XVII sin estudiar la desintegración de la cosmovisión cristiana.

Por último, es incuestionable que un trabajo de esta índole no puede restringir su enfoque al estudio particular de los autores novohispanos. En la historia de la ciencia, México no puede ser tomado como una isla, ni sus científicos vivieron al margen de las corrientes científicas de su época. Rompiendo con esa insularidad de los estudios de historia de las ideas en nuestro país, osamos introducir personajes de otras regiones. La confrontación es necesaria, pues las relaciones con otros autores extranjeros a la par que ponen de relieve los méritos de nuestros científicos, indican sus limitaciones. Además un regionalismo demasiado excluyente impediría incorporar a nuestro país al movimiento intelectual científico-religioso del siglo barroco.

Sólo deseamos, para concluir, agradecer sinceramente a todas las personas que en mayor o menor medida contribuyeron a desarrollar este estudio.

INTRODUCCIÓN

Uno de los capítulos olvidados de la historia de la astrología es el referente a los cometas. La irregularidad aparente de sus apariciones en marcado contraste con los armónicos movimientos de los planetas, el sol y la luna, llevaron a los hombres a considerar a dichos astros como portentos excepcionales. Su misma apariencia propició que desde remotos tiempos el ánimo humano contemplara con aprensión su aparición súbita en el firmamento. De hecho, en los siglos que preceden a Halley y Newton, cuando la astrología y la astronomía se confundían en forma por demás inextricable, los cometas eran los fenómenos celestiales que producían mayor terror.

Su forma y colorido pronto permitió clasificarlos. Se les atribuía carácter infralunar y por lo tanto compartían con la tierra las propiedades de corruptibilidad y mudanza. Este carácter infralunar situaba a los cometas en la zona llamada "del fuego", que quedaba, en la cosmología antigua y medieval, por debajo de las esferas supralunares que envolvían a la tierra central. Las características de ese mundo ultralunar eran la incorruptibilidad y la inmutabilidad, de ahí que, por su evidente carácter esporádico, se pusiera en duda, desde los siglos IV y III a. c, su posible condición ultralunar.

La acumulación de acontecimientos históricos infaustos que coincidían con la aparición de los cometas labró desde hace muchos siglos su reputación de ser fenómenos fatídicos. Su mismo carácter, astronómicamente irregular, facilitó esta creencia que se agudizó conforme los males coincidían con sus apariciones. Algunos los creían sólo portentos que advertían los males, otros los creían como los causantes directos del mal, pero, en ambos casos, es asombrosa la larga lista de los males que en algún momento de la historia coincidieron con un cometa. Es conveniente que repasemos someramente algunas de dichas coincidencias, lo que nos permitirá examinar tanto la antigüedad de la superstición cometaria así como su continuidad desde tiempos inmemoriales hasta fines del siglo XVII.

La Ilíada nos dice que la guerra y la caída de Troya fue anunciada por una "errática estrella" (1180 a. a). Jerjes invade la Hélade precedido de un cometa corniforme y particularmente brillante (480 a. c.) y otro astro similar, aunque de singular magnitud, inauguró la Guerra del Peloponeso (431 a. a). El cometa de 371 a. c. produjo males a los aqueos y a los romanos y, según Diódoro de Sicilia, se desplegaba en un arco que abarcaba la sexta parte del firmamento. Estos y otros fenómenos y coincidencias similares permitieron aventurar las primeras hipótesis en lo referente a su naturaleza física.

Es indudable que de todas estas teorías la que más influencia tuvo en las concepciones astronómicas de los siglos siguientes fue la de Aristóteles. Sus hipótesis cometológicas llegaron hasta el siglo XVII. El estagirita los creía meteoros infralunares formados de las exhalaciones que, elevándose de la Tierra, se condensaban e inflamaban en la zona de fuego, por efecto, posiblemente, del calor solar, durando en este estado de combustión algunos días o semanas durante los cuales pronosticaban "males futuros".

La teoría aristotélica, conocida como de las "exhalaciones secas", prevaleció, y cuando en 146 a. c. cayeron Corinto y Cartago con cometa en nuestro cielo y en 137 y 118 dos cometas presenciaron el nacimiento de Mitrídates y el inicio de la guerra con Roma, empezó también a creerse que los causantes de los males eran dichos astros, los cuales, por su cercanía de la tierra tenían indudables influencias físicas sobre los hombres, ya que excitaban en éstos los "humores secos y cálidos" que conducían a las guerras y a otras manifestaciones violentas. La muerte de César (44 a. c.) y el cometa del año siguiente confirmaron esta hipótesis que con Plinio el Viejo logró cierto carácter seudocientífico. Este naturalista habla de los cometas como de "astros pavorosos que no anuncian sino grandes derramamientos de sangre", distinguiendo doce clases de cometas de acuerdo con su color y configuración. Poetas como Virgilio, Tíbulo, Lucano, Silio Itálico y Claudiano pusieron en verso las prosaicas calamidades cometarias. Tácito achacó las atrocidades neronianas al cometa de 64 d. c, y Flavio Josefo atribuyó la caída de Jerusalén al astro del año 70.

El nacimiento de Cristo fue anunciado por una estrella a la que se atribuyó carácter benigno. Orígenes de Alejandría consideraba, no obstante, que esas "esferas de fuego" eran indicios infalibles de catástrofes, enfermedades, guerras y ruinas de imperios. Lactancio en el siglo IV habla de los cometas como de "portentos maravillosos" que "confundirán las mentes de los hombres aterrorizándolos".

Una notoria excepción en medio de la universal superstición la constituye la teoría de Séneca, hasta el punto de que representa sin duda un hito en la historia de la astronomía cometaria. Este autor los consideraba como fenómenos puramente naturales, pese a ser esporádicos, puesto que, afirma, la naturaleza puede tener fenómenos excepcionales, que o son irregulares porque sus apariciones no están sujetas a ninguna norma fija, o bien nos parecen excepcionales porque desconocemos la regularidad que poseen sus movimientos. Para poder conocer esta posible, aunque desconocida, regularidad de apariciones y movimientos "es necesario —nos dice— conocer la relación de todos los cometas que aparecieron antes de nosotros, pues su rareza nos impide deducir la ley de su curso, conocer si su marcha es periódica y si es que un orden constante los conduce regularmente a nuestro cielo".

No los consideró astros sublunares sino pertenecientes a las esferas estelares y por lo tanto sujetos a las leyes planetarias. Indagó acerca de la aparente lentitud de sus movimientos respecto del sol, constatando la relatividad de los movimientos astronómicos cuando se trata de dos cuerpos en movimiento simultáneo. En fin, reconoció la ignorancia de su época augurando mejores tiempos para la ciencia cometaria del porvenir: "Una edad vendrá —escribe en sus Cuestiones naturalesdonde lo que ahora es misterio para nosotros, será claro como el día... y nuestros descendientes se asombrarán de que hayamos ignorado cosas tan simples... Un día cualquiera nacerá un hombre que demostrará en cuál parte del cielo se mueven los cometas, el porqué de su velocidad con respecto a otros planetas, cuál es su tamaño y su naturaleza. Contentémonos por ahora de lo descubierto hasta esta época y que nuestros nietos posean, también ellos, su parte de verdad por descubrir".

Las teorías de Séneca no tuvieron eco inmediato. En la Edad Media prevaleció la superstición antigua sancionada por los Padres de la Iglesia, o los historiadores eclesiásticos. Multitud de hechos, considerados como funestos, fueron atribuidos a los cometas: las muertes de Constantino, Valentiniano, Mahoma, Meroveo y Carlomagno fueron advertidas por un cometa. El milenio fue anunciado por dos cometas, uno en el año 999 y otro en el año 1000, provocando ambos un pánico universal. Una crónica nos ha dejado la descripción de este último: "Habiéndose abierto el cielo, una especie de rayo ardiente cayó sobre la tierra, dejando tras de sí una larga estela luminosa, parecida a un relámpago. Su destello era tal que no sólo aterrorizó a los que cruzaban por el campo sino también a los que permanecían a resguardo en sus hogares. Esta abertura celeste se cerraba lentamente, cuando se vio la figura de un dragón de pies azules y de cabeza que se agrandaba a cada instante". En el siglo XVII Estanislao Lubienietzky publicará en su Theatrum Cometicum una lámina representando este terrorífico fenómeno.

Los años de 1024, 1060, 1106, 1181, 1198 y 1223 vieron muertes de príncipes acompañados de fúnebre séquito cometario. Al fatídico astro de 1066 se le atribuyó la invasión normanda de Inglaterra.

En el apogeo de la escolástica, Tomás de Aquino afirmó, apoyado en San Jerónimo, que los cometas serían los signos visibles de los últimos tiempos. Aceptó la teoría aristotélica, pero no creyó en buena parte de las supersticiones cometarias de sus contemporáneos, ya que consideraba a los cometas sólo como un aviso divino de la proximidad de una calamidad, y no como la causa directa del mal. El cometa era, para los escolásticos, un heraldo únicamente. Ésa era su "natural significación", como se diría en el siglo XVII. Tampoco los consideraban como fenómenos milagrosos, ya que Dios, al enviarlos con fines admonitorios, no tenía que variar el orden ínsito, establecido por Él en el cosmos. Los milagros implicaban una violación de las leyes naturales, y los cometas, siendo componentes de la naturaleza, no infringían con sus apariciones ningún orden. Eran sólo fenómenos "preternaturales" nunca "sobrenaturales".

El cometa de 1348 atrajo la Muerte Negra sobre Europa y varios astros acompañaron las devastaciones de Tamerlán y las conquistas turcas. El de 1453 presenció la caída de Constantinopla. Fueron inútiles las rogativas y la excomunión lanzada por el papa Calixto III contra el cometa de 1456, pues a pesar de todo el poderío turco siguió creciendo en forma alarmante.

Ya en el siglo XVI los cometas anunciaron los cismas religiosos y diversos azotes más. En 1527 Roma fue saqueada con un astro maligno de testigo; y el cometa de 1531 fue tomado por Zwinglio como signo de próximas calamidades. Al morir ese mismo año en la batalla de Cappel, confirmó su profecía. Tanto Lutero, como Melanchton y Calvino los consideraban como signos de males inevitables.

En América un cometa anunció a los indios, que eran creyentes en el maleficio, la próxima conquista española.

Con el cometa de 1556 Carlos V se dio por avisado de su próxima muerte, cosa que ocurrió puntualmente. Con el infausto astro de 1572 quedó indisolublemente unida la matanza de la noche de San Bartolomé, y en el año de 1577 apareció el llamado "cometa sebástico" que azotó a Portugal y que fue ponderado astrológicamente por Kepler como una de las más claras admoniciones de males por llegar.

En suma, hacia fines del siglo XVI la creencia popular más generalizada consideraba a los cometas como los causantes de las pestilencias del aire, terremotos, guerras, cambios violentos en los reinos, carestías, pestes, enfermedades y hambres. Las inevitables coincidencias de males y cometas atraían la atención de la gente con mayor fuerza que las excepciones a esta regla.

Las listas de las apariciones cometarias invariablemente iban asociadas a fenómenos de carácter maléfico.

La ya citada obra de Lubienietzky reseña, hasta el año de 1600, a 404 cometas unidos, indefectiblemente, a alguna calamidad. Todas las coincidencias estimulaban el pánico, lo que dio como resultado que casi todos los males que sobrevinieron en el siglo XVII fuesen asociados, en el año de 1680, a algún cometa. El siglo XVI fue quizá el que mayor número de cometas logró coligar a sus desventuras. El siglo XVII retomará esta herencia que debe ser tenida muy en cuenta para comprender las características del siglo que habremos de estudiar.

Paralelamente a este sensible incremento en la superstición del maleficio cometario en el siglo XVI, vemos aparecer, ya desde fines del siglo anterior, la corriente científica y racionalista que habría de despojarlos del triste honor de ser astros malignos. Pocas facetas de la historia de la ciencia son tan sugestivas como la que trata de la lucha entre el pensamiento mágico concerniente a los cometas y la visión científica que, desmitificándolos, los incorporó al orden inmutable del cosmos mecanizado. Las esferas ígneas arrojadas por la mano de la airada divinidad, se convirtieron, poco a poco, por arte de la nueva teúrgia científica, en plácidos e inofensivos ciudadanos de la urbe celeste, sujetos a leyes fijas y aparentemente invariables.

Lo tardío de dicha desmitificación de los cometas atiende, entre otras causas, al hecho de que dichos cuerpos celestes involucraban una cosmovisión religiosa, y no se podía atentar contra aquéllos sin vulnerar en buena medida a esta última. Por otra parte la influencia de Aristóteles era muy grande y sus teorías permanecían vigentes y aparentemente inconcusas.

Fueron principalmente Copérnico y Tycho Brahe quienes en el siglo XVI propusieron diversas hipótesis tendientes a explicar los movimientos de los cometas y el tipo de órbita que recorrían. Brahe llegó incluso a postular su carácter supralunar en visible atentado contra el pontificado aristotélico. Un suabo llamado Michael Maestlin determinó la supralunaridad del cometa sebástico, lo que le acarreó algunas dificultades con la ortodoxia tradicional.

La superstición cometaria logra su más  intenso  desarrollo en  el siglo XVII y habrá de culminar con el gran cometa de 1680. La astrología judiciaria y la astronomía matemática se confundieron hasta tal punto que casi no hay astrónomo de la primera mitad del siglo que no posea ciertas creencias astrológicas. Esta actitud fue propiciada, al igual que en el siglo XVI, por una larga secuela de cometas asociados a algún fatal acontecimiento.

Los cometas de 1604, 1607, 1618, 1652, 1661, 1664 y 1665 vieron muertes de príncipes, guerras, pestes y otras calamidades más. Los astrólogos se pusieron a la ingente tarea de descifrar el oculto significado de dichos astros. Principalmente el cometa de 1618, que inauguró la Guerra de Treinta Años, atraía su atención. Eruditos como Causino, Vossius, Dieterich,  Morín,  Büttner,  Nieremberg,  Beutel,  Torreblanca, Kircher, Agustín de Angelis o el mismo Lubienietzky intentaron adaptar los  supuestos de  la  astrología judiciaria que  versaba sobre los movimientos regulares de los planetas, el sol y la luna, a la astrología cometaria que versaba sobre los movimientos irregulares e impredecibles de los cometas. Los libros de astrología proliferaron notablemente, y en la gran mayoría de ellos se destina una sección, de generosas dimensiones,  a los  cometas.   Una nueva reglamentación  y codificación astrológica logró establecer las relaciones entre las características físicas aparentes de los cometas y su posición con respecto a otros cuerpos celestes y los posibles acontecimientos futuros que de ahí se desprendían. El color del cometa indicaba el tipo de mal que sobrevendría. Las conjunciones con respecto a los planetas o las constelaciones indicaban también el tipo de catástrofe por venir. La dirección de la cauda señalaba dónde se desataría el mal: si el cometa cruzaba por Escorpión, Virgo, Perseo o Andrómeda los males podían llegar a tomar proporciones gigantescas. De la duración del astro en nuestro cielo se infería la duración de la calamidad. Un cometa parecido a otro anterior podía desencadenar males similares a los que propició su antecesor, etc.... Son incontables las modalidades de la astrología judiciaria del siglo XVII que se refieren a los cometas, y su influencia astronómica es digna de ser tomada en cuenta, sobre todo si pensamos en que poseían el respaldo de astrónomos tan connotados como Brahe,  Kepler,  Appiano, Regiomontano, Cardano, Huygens, Morel o Lescalopier, más o menos creyentes todos ellos en la astrología judiciaria.

Una variante en las listas de cometas identificados con algún mal, fue la de hacer árboles genealógicos cometarios asociados a las diversas dinastías europeas. Se pensaba que con un tipo determinado de cometa se propiciaba la muerte de algún príncipe de determinada casa reinante.
Los primeros embates racionalistas contra la superstición cometaria aparecen, como ya vimos, desde el siglo XVI. Ya en el siglo XVII no sólo los astrónomos se ponen a la tarea de desmitificar a dichos astros; poetas como Quevedo o Jean Loret, prosistas como Madame de Sevigné, Bossuet y principalmente Pierre Petit y filósofos o historiadores como Gassendi y Scalígero arremeten contra la "vulgar superstición" de los cometas.

En el otro campo, científicos como Kepler intentaron dar explicaciones físicas de la naturaleza de los cometas, aunque no por ello dejaban de tener sus creencias astrológicas. Este renombrado astrónomo nos dice en su Tratado de los cometas que estos astros "no son eternos, como lo pensó Séneca, sino que están formados de materia celeste. Esta materia no es siempre pura, pues a veces se parece a un conglomerado graso que opaca la luz del sol y las estrellas. Es necesario entonces que el aire se purifique y se descargue de esta especie de excremento, lo que acontece por medio de una facultad animal o vital a la naturaleza misma del éter. Esta substancia espesa adopta figura esférica, recibe y refleja la luz del sol y se pone en movimiento como una estrella. El sol la ilumina con rayos directos que, penetrando en su substancia, arrastran parte de ella y saliendo a efecto de formar en la parte posterior lo que denominamos cauda". Esta teoría llamada de las "caudas ígneas" tuvo adeptos hasta el siglo pasado.

Otro astrónomo, Galileo, los creía supralunares, y casi en la faz misma del sol central. El uso del telescopio le permitió observar en el cometa de 1604 "ciertas densas y obscuras substancias, parecidas a la bruma terrestre, las cuales aparentemente se generaban para disolverse después". Galileo los creía formados de exhalaciones terrestres elevadas al cielo y que las órbitas que recorrían eran rectas.

Hacia la mitad del siglo el italiano Blancani osó impugnar la teoría aristotélica de la sublunaridad, ya que dicha creencia "que hasta ahora ha sido la vulgar —escribe—, se demuestra falsa por los astrónomos". Otro italiano y además jesuíta llamado Nicolás Cabbei llevó su crítica no sólo contra el estagirita sino también contra sus discípulos a quienes identificamos con los escolásticos. En sus voluminosos Comentarios a la meteorología de Aristóteles asienta lo siguiente: "Sobre los cometas la cuestión más célebre es si son celestes o existen sobre la luna. Parece ser cosa injusta echar a los peripatéticos de la pacífica posesión en que estaban, defendiendo que el cielo era inmudable, inalterable e invariable; ellos juzgan como imposible que se halle verdad alguna que no se funde en sus dogmas: por tanto, parece que injustamente se quita al cielo la incorruptibilidad que por tantos años se le ha concedido sin contradicción alguna; y si se admiten por celestes a los cometas, los peripatéticos juzgan que se acabó la incorruptibilidad de los cielos. Algunos filósofos, aunque no son muy partidarios de los peripatéticos, y conocen el derecho que su ingenio tiene para filosofar, sospechan falsedad en la novedad y tienen por cosa dura el desaprender en edad madura lo que hasta ella han tenido por indubitable y cierto... No obstante, se debe decir absolutamente que hay cometas celestes o sobre la luna".

La querella para subir a los cielos los cometas que Aristóteles había bajado se agrava a medida que corre el siglo. La magnitud de la polémica puede ser aquilatada si consideramos la cantidad de eruditos, bien nutridos de saber astrológico y astronómico, que creían en el maleficio cometario y que seguían apegados en mayor o menor grado a las hipótesis de Aristóteles, y aunque la ciencia naciente devolverá a los cometas su verdadero significado, que no es ninguno, es precisamente en los treinta años que anteceden a nuestro astro de 1680 cuando la lucha se torna más violenta.

Astrónomos como Ricciolo, Hevelio, Borelli y Cassini indagaron acerca de la forma geométrica de las órbitas cometarias que iban desde la recta hasta círculos muy excéntricos. También propusieron teorías más o menos congruentes, pero más o menos falsas, sobre la formación y composición de los cometas. El filósofo Descartes que, según Voltaire, sustituyó los errores de la antigüedad por los suyos propios, en el caso de los cometas no hizo excepción, ya que eliminó los errores del estagirita para proponer en su lugar la hipótesis que colocaba a los cometas en el centro de un "torbellino".

En España y en la América hispánica también menudearon durante los siglos XVI y XVII los tratados cometarios heterodoxos. Desde el "hebreo" Jerónimo Muñoz, quien hizo supralunar al cometa sebástico, hasta don Joseph de Zaragoza, que con su Esphera en común celeste y terráquea nos da un tratado completo de astronomía moderna, es cuantiosa la relación de astrónomos españoles que aventuraron lances contra Aristóteles. Cabe mencionar solamente a Bartolomé del Valle y a Vicente Mut, quienes al igual que los dos anteriores intentaron "disipar terrores del vulgo" negándoles a los astros errantes cualquier efecto maligno. En la América española la lista es también copiosa. El peruano Ruiz de Lozano y los mexicanos Juan Ruiz, Gabriel López de Bonilla y el mercedario fray Diego Rodríguez publican obras cometarias de indudable importancia.

Hacia 1680, año del cometa, la opinión de los científicos más avanzados consideraba que los cometas eran astros malignos que moran "en la región planetaria, siendo ellos mismos una especie de planetas que describen a su vez órbitas por un movimiento perpetuo. Su cuerpo era sólido y su esplendor les viene de la luz del sol, al cual reflejan". Nada más se conocía sobre ellos. Ni la forma orbital que describían, ni su periodicidad, ni su posición relativa con respecto al sol y a los planetas.

Ésta es la breve relación historial de la superstición y de la ciencia cometarias que desemboca en el astro errabundo de 1680, que sin duda representa un hito en la historia de la ciencia moderna. Todos los factores hasta aquí apuntados entrarán en juego. La última etapa de este breve recorrido lleva consigo el acervo cultural, tanto astrológico como astronómico, de las épocas pasadas.

A la postre veremos cómo la ciencia de Newton y Halley determinará las leyes que rigen a los vagabundos astros. Será un triunfo de la matemática sobre la fantasía, un triunfo del mundo racional sobre el mundo mágico. Perdida la dimensión humana de la superstición crédula vino a sustituirla la otra dimensión, la de la ciencia creyente. El siglo XVII, que liquidó a la primera, excluirá, por un tiempo, a ese otro conocimiento que no por incierto es menos humano: el de la astrología judiciaria.

Por último, es evidente que esta desmitificación de los cielos, obra de la nueva cosmología, no se detendrá en el mundo físico y pretenderá extrapolar sus postulados al mundo moral. Este doble aspecto de la ruina del esquema medieval del cosmos, teniendo como marco o como excusa para introducirnos en él al tema de los cometas, es el asunto del presente estudio.

 
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