LOS SACRIFICIOS HUMANOS
EN LAS CULTURAS MAYA Y AZTECA
ROBERTO CASTRO

Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaba,
que cuando amaneciera debía aparecer el hombre. (…)
Se dispuso así en las tinieblas y en la noche por el Corazón del Cielo,
que se llama Huracán.

Popol Vuh, 13.

Y dijeron: hay que reunirse y encontrar los medios
para que el hombre que formemos,
el hombre que vamos a crear nos sostenga y alimente,
nos invoque y se acuerde de nosotros (…)
que seamos invocados, que seamos adorados,
que seamos recordados por el hombre creado,
por el hombre formado, por el hombre mortal.

Popol Vuh, 16.1

Cuando el jaguar devora a su presa, ese instante es un acto ritual donde el Ser Universal se autosacrifica para que sea posible su regeneración. La existencia del uno no sería posible sin el sacrificio del otro. Esto nos hace ver que el Sí Mismo, al decidir “salir de sí mismo” y manifestarse como “el uno” y “el otro”, repetirá constantemente esa dinámica del sacrificio, que en realidad es un autosacrificio, pues todo acontece en el seno del Ser Universal uno y único, conformado sin embargo por indefinidos estados simultáneos.

La visión que se expondrá acerca de los sacrificios humanos entre los pueblos maya y azteca se enmarca en esta concepción: el sacrificio es un gesto ritual en el seno del Ser Universal que posibilita el paso de un estado a otro a través de la constante conjugación de dos aparentes opuestos, en realidad complementarios; o sea las dos corrientes de energía cósmica de cuyo entrecruzamiento surge la manifestación universal así como la posibilidad de su reabsorción en el Principio del que han emanado.

El hombre es la única criatura que puede vivenciar todos los estados del Ser. Encarna la plenitud de estos estados porque recorre con la conciencia sus ámbitos superiores e inferiores, los transita, los reconoce. Es el Ser conociéndose a Sí Mismo. Ubicado en el estado de Unidad hace sagrado el único Ser que es, pero para alcanzar plena y permanentemente ese estado es imprescindible que se entregue por entero, pasando por la muerte iniciática y renaciendo así a la posibilidad de transitar los estados múltiples del ser.

En las culturas maya y azteca el rito del sacrificio humano acontecía dentro de esta perspectiva en la que el hombre que entregaba su sangre, su corazón y su vida corpórea lo hacía con la intención y la voluntad de liberarse totalmente para, de este modo, acceder a los estados superiores y a la reintegración en el Sí Mismo. No era, por tanto, una visión dual la que impelía a estos pueblos a hacer sacrificios humanos a los dioses con la finalidad de que éstos les recompensaran por una deuda adquirida, sino que al vivir inmersos en un sentido no dual de la existencia, dichos ritos conformaban la dialéctica propia de la vida, muerte y resurrección en el seno del Ser único.

Para los mayas y los aztecas la vida y la muerte son un don divino y la existencia sólo es posible gracias a la regeneración continua promovida por la permanente tensión entre dos fuerzas contrarias, que son las dos corrientes cósmicas. La muerte es, así, tan sagrada como la vida y el sentido de los sacrificios humanos se inscribe dentro de esta concepción y esta simbólica.

Prácticamente todas las civilizaciones precolombinas practicaron el sacrificio humano, e incluso los hallamos en las más antiguas culturas que se conocen del continente americano: la caral y la chavín de huantar.

Mayas y aztecas veneraban a una serie de dioses como el dios Sol (Itzamná para unos y Tonatiuh para los otros), el dios de la Lluvia (Chaac en maya y Tláloc en mexica) o el Señor del Inframundo (el Xibalbá maya y el Mictlán azteca), y todos estos númenes anhelaban sangre humana como su alimento primordial; sin ella, mayas y aztecas creían que sus deidades tutelares traerían sequía, hambruna y pestes. Es así como estos pueblos perpetuaron durante siglos este rito consistente en ofrendar su propia sangre y su vida, para así apaciguar a las deidades y asegurar que les fueran propicias. El sacrificio humano permitía, en definitiva, el mantenimiento de un orden cósmico y su continua regeneración.

Estas culturas encontraban en sus ritos las llaves de acceso al Mundo invisible, al ámbito de la Metafísica, de lo Real, y dentro de éstos revestían especial importancia las plantas sagradas y los sacrificios rituales, que eran portales de apertura a lo sagrado y a la vivencia de la unicidad del Ser Universal. En ese ámbito se producía, así, el contacto con los dioses que desataba una poderosa fuerza que les permitía el sustento y ser receptores del designio de sus dioses. Era un pacto de sangre a cambio de la más alta unión con el Gran Misterio y con sus dioses intermediarios, siendo los sacerdotes chamanes los mediadores en estos ritos.



Sacrificio, Códice Laud.

El mito cosmogónico maya contempla este ritual como una petición de los dioses a los hombres de sacrificios sangrientos, un pacto que consiste en alimentarlos con su propia energía vital. Para los mayas el autosacrificio fue introducido en los tiempos míticos por Itzam Na, el dios del cielo y creador, considerado el primer sacerdote del universo, patrono de las prácticas chamánicas y maestro de iniciación en su aspecto zoomorfo. De él proviene la idea arquetípica de ofrendar su propia sangre para alimentar la potencia generadora del mundo. En el Popol Vuh, cuando se instaura el sacrificio humano por extracción del corazón, éste aparece como una instrucción de ese dios supremo celeste a los primeros hombres, orden transmitida por medio del mensajero Xibalbá, Señor del inframundo. Parece como si el dios creador y formador no pudiera darla directamente por atentar contra sus funciones y sólo el dios del inframundo la podía implantar.

El primer rito donde encontramos sacrificios humanos es el del juego de pelota. Las canchas estaban situadas dentro de los recintos ceremoniales y su sentido simbólico se encuentra plasmado en los relieves que decoran sus paredes. Las reglas de este juego no se conocen del todo, pero sí se sabe que este rito se asocia con la cosmogonía y el movimiento de los astros y que el juego reproducía la pugna de los dioses astrales, sobre todo el sol y la luna, ya que la cancha simbolizaba el cielo, la pelota, el astro, y el acto del juego, su movimiento, por lo que tenía el sentido de propiciar, por magia simpática, el tránsito de los astros; todo este ritual implicaba colaborar con los dioses para mantener la existencia del universo, con un sacrificio humano al término de la contienda. El juego se relaciona, así, con uno de los conceptos fundamentales del pensamiento mesoamericano: la lucha de contrarios que hace posible la existencia y el equilibrio del cosmos.2

Pero, a su vez, los jugadores escenificaban la mítica lucha entre los seres humanos y los dioses del inframundo, recreando el mito de los gemelos del Popol Vuh. Los jugadores usaban sólo las caderas para hacer rebotar el balón en la cancha y lograr que atravesara un disco de piedra. Existen numerosas evidencias arqueológicas de que, al final de la partida, un jugador era sacrificado. Hay controversia respecto a quién perdía la vida; algunos investigadores son partidarios de que el perdedor era el sacrificado, mientras otros afirman que era el ganador. Nosotros nos decantamos más por esta segunda versión, de la cual surge un profundo interrogante: ¿qué implica en la mente del vencedor que la recompensa por su victoria fuese la muerte física y el fin de su vida en este mundo?

Lo primero que asalta nuestro pensamiento es un golpe de intuición que nos hace recordar esa cita que se recoge en Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha: “morir es ser amado por un dios, y viceversa, que amar era morir o ser muerto por un dios”. Y ello se expresa a colación de recordarnos que los maestros herméticos del Renacimiento “hablaban de los misterios del Amor identificándolos con los misterios de la Muerte, que son, al fin y al cabo, los misterios de la iniciación”.3

Y nos inclinamos por esta lectura por cuanto este rito, como decíamos, era la recreación del mito de los gemelos que aparece en el Popol Vuh, según el cual éstos se pusieron a jugar y molestaron a los señores de la muerte que moraban en el inframundo, los cuales los retaron a bajar allí para pasar varias pruebas iniciáticas, siendo la más importante una partida del juego de pelota contra estos señores de la muerte. Los gemelos mueren y luego resucitan venciendo a las deidades del inframundo, quienes pierden el poder. Finalmente subieron en medio de la luz y se elevaron hacia el cielo. Uno se convirtió en el sol y el otro en la luna. Y luego ascendieron también los 400 muchachos que se convirtieron en las estrellas. Por tanto, era un rito en el que estaba muy presente la idea de sacrificio, muerte, renacimiento y ascenso celeste. Las canchas de pelota fueron concebidas como portales al inframundo por donde los jugadores podían acceder para vencer a los dioses de ese ámbito y, en consecuencia, renacer de la muerte, adquiriendo comportamientos propios de los dioses, o sea que tenía que ver con el proceso de deificación promovido por la iniciación en los misterios de la vida, la muerte y la resurrección a un nuevo estado del Ser. El sacrificado solía perder la vida por decapitación, como así lo atestiguan algunas representaciones de bajorrelieves de cuerpos sin cabeza y de cuyo cuello salen serpientes.

Esta versión la confirma Federico González en su obra El Simbolismo Precolombino cuando nos dice lo siguiente:

Esto puede advertirse en lo tocante a los sacrificios humanos, idea y actitud que está muy cercana en sus principios a la de la guerra. Bástenos decir que aquel que era elegido para el sacrificio o la tortura, o se prestaba generosa, valiente y alegremente a ello, era considerado, como los guerreros, un individuo tocado por la fortuna y por la gloria, y por su muerte pasaba a conformar parte del ejército divino acompañando al sol en su triunfante recorrido.4



Escena de autosacrificio, Códice Laud, pág. 1.
Extraído del Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos
de Federico González Frías.

Por otra parte, abundan restos arqueológicos que evidencian una gran profusión de sacrificios de niños, los cuales simbolizaban la pureza y la vida, la entrega simbólica a los dioses de lo más puro que puede haber en lo humano. Esto es muy difícil de entender para el hombre moderno, pues su moral lo concibe como un acto de crueldad extrema. A nivel simbólico, sacrificar a tus hijos es, acaso, una forma de entrega superior a la de dar tu propia vida. El cronista Francisco López de Gómara da fe de estos sacrificios de niños:

Cuando ya los panes estaban un palmo altos iban a un monte que para tal devoción tenían diputado y sacrificaban cada tres años a honra de Tláloc, dios del agua, suplicándole devotamente por ella porque no les faltase. Estos niños eran hijos de hombres libres y vecinos del pueblo. No les sacaban los corazones sino degollábanlos.5

Y así lo recoge también Diego de Landa en sus crónicas:

Que si en las fiestas, en las cuales para solemnizarlas se sacrificaban personas, también por alguna tribulación o necesidad les mandaba el sacerdote o chilanes sacrificar personas, y para esto contribuían todos para que se comprasen esclavos o por devoción daban sus hijitos, los cuales eran muy regalados hasta el día y fiesta de sus personas, y muy guardados (para) que no se huyesen o ensuciasen de algún pecado carnal, y mientras les llevaban de pueblo en pueblo con bailes, los sacerdotes ayunaban con los chilanes y oficiales.6

Y continúa narrando con detalle cómo los mayas llevaban a cabo el sacrificio humano:

Si le habían de sacar el corazón, le traían al patio con gran aparato y compañía de gente y embadurnado de azul y su coroza puesta, le llevaban a la grada redonda que era sacrificadero y después de que el sacerdote y sus oficiales untaban aquella piedra con color azul y echaban al demonio purificando el templo, tomaban los chaces al pobre que sacrificaban y con gran destreza le ponían de espaldas en aquella piedra y asíanle de las piernas y brazos todos cuatro que le partían por el medio. En esto llegaba el sayón nacón con un navajón de piedra y dábanle con mucha destreza y crueldad una cuchillada entre las costillas, del lado izquierdo, debajo de la tetilla, y acudíale allí luego con la mano y echaba la mano al corazón como rabioso tigre arrancándoselo vivo, y puesto en un plato lo daba el sacerdote el cual iba muy deprisa y untaba los ídolos los rostros con aquella sangre fresca.

Algunas veces hacían este sacrificio en la piedra y grada alta del templo y entonces echaban el cuerpo ya muerto a rodar gradas abajo y tomábanle abajo los oficiales y desollábanle todo el cuero entero, salvo los pies y las manos, y desnudo el sacerdote, en cueros vivos, se forraba con aquella piel y bailaban con él los demás, y esto era cosa de mucha solemnidad para ellos.7



Sacrificio, Códice Magliabechiano.

Durante el desarrollo de este estudio, una cuestión asalta también nuestro pensamiento: la motivación de la persona sacrificada. Seguramente eran varias las causas para someterse a tan sagrado honor. Por un lado, ser consciente de que su sacrificio era por el bien común de la comunidad (el asunto antes referido de evitar catástrofes, sequías, etc.; evitar, en definitiva, la extinción de su civilización apaciguando a los dioses).

Por otro, cuando un pueblo aún conserva la conciencia de unidad, practica ritos en comunidad actuando como una sola entidad. De este modo, esa sociedad ritualiza y experimenta este rito aunque sea uno solo el individuo sacrificado. Si, como nos dice Platón, el mundo de las ideas es más real que el mundo material, o mejor, es la realidad y éste es el mundo de las sombras, de lo ilusorio, entonces el sacrificio, en su sentido primigenio, se erige como una ofrenda total y un tributo a la Verdad, que es el ámbito de los dioses y de las ideas arquetípicas, y en última instancia, de la metafísica. Ahí se desata una fuerza poderosa y se produce ese contacto e identificación entre dioses y humanos, lo que es lo mismo que decir del ser humano con los estados superiores de la conciencia que los dioses simbolizan.

Hay que destacar que el dios de la lluvia era muy importante para mayas y aztecas porque no había ríos ni lagos en toda Mesoamérica. Su único modo de abastecerse de agua eran los cenotes, depósitos naturales que se llenaban gracias a la lluvia. Así que dependían de ella, por eso a su dios era al que más sacrificios se le ofrecían. Pedían lluvia para sus cosechas arrojando los sacrificados a los cenotes, ya fuera vivos o muertos, porque previamente se les había extraído el corazón. Estos grandes depósitos acuáticos eran una entrada al inframundo, recinto también de múltiples deidades. El cenote sagrado de Chichén Itzá fue testigo de este ritual: se han encontrado numerosos restos de infantes, víctimas predilectas de los dioses pluviales.

Entendieron la necesidad de alimentar al dios de la lluvia con sangre humana habida cuenta que dependían de los avatares de la lluvia. Y bien que les funcionó durante siglos hasta que dejó de hacerlo y por eso se cree que la civilización maya empezó a declinar irremediablemente antes de la llegada de los españoles.

Por cierto, que la decadencia que acaba imponiéndose en todo, por la ley cíclica del Cosmos, se vio reflejada seguramente en cada uno de los aspectos de estas culturas. Por ejemplo, llama mucho la atención que Hernán Cortés, solamente con unos cuantos hombres, derrotara a todo un imperio. Era un contingente de unos 600 conquistadores frente a 7 millones de aztecas. Para poder entender esto, acudimos a las crónicas donde se cuenta que Cortés y sus hombres se aliaron con pueblos indígenas vecinos (tlaxcaltecas y totonacas principalmente), los cuales encontraron la motivación de esta alianza en la idea de liberarse del yugo azteca. Así las cosas, ni los más poderosos sacerdotes chamanes del imperio azteca fueron capaces de advertir con sus poderes adivinatorios esta amenaza de los conquistadores españoles, siendo que en un primer encuentro el gran Moctezuma les recibió con suma amabilidad y hospitalidad. Son culturas donde los chamanes juegan un destacado rol consistente en conectar con otros mundos que les otorgan esos poderes adivinatorios y este dato histórico revela ya esa pérdida de su esencia y de su conexión con los orígenes por un alejamiento del principio. Su clarividencia, pues, como grandes chamanes capaces de conectar con estos mundos invisibles, se estaba ya apagando al no ser capaces de advertir la amenaza de su exterminio.

Es más que probable que esta decadencia se viera reflejada también a la hora de practicar los sacrificios rituales y que cuando llegaron los conquistadores los llevasen a cabo de una forma literal, pese a que, en su origen, tuvieran el sentido que hemos expuesto anteriormente.

Con todo esto pretendemos dar una explicación de por qué el sentido ritual de los sacrificios era, en su esencia, el que hemos explicado al principio, pese a la carga moral que ponen a menudo los cronistas, de cuyos relatos a menudo sólo se desprende brutalidad y crueldad entre seres humanos. Seguramente muchos sacrificados lo vivirían con horror, pero aún quedaban quienes eran capaces de conectar con ese sentido profundo de la práctica primigenia de este ritual. Lo evidencia el ya mencionado cronista Francisco López de Gómara en su Historia General de las Indias cuando nos narra:

El postrer día del mes primero que llaman tlacaxipeualiztli matan en sacrificio cien esclavos, los más cautivos de guerra, y se los comen. Juntábase todo el pueblo al templo. Los sacerdotes, después de haber hecho muchas ceremonias, ponían los sacrificados uno a uno, de espaldas sobre la piedra, y vivos los abrían por los pechos con un cuchillo de pedernal. Arrojaban el corazón al pie del altar, por ofrenda, untaban los rostros al Vitcilopuchtli o a otro con la sangre caliente y luego desollaban a quince o veinte de ellos, o menos, según era el pueblo y los sacrificados. (…)

Iban al sacrificadero los esclavos y cautivos de guerra con los vestidos o divisa del ídolo a quien se ofrecían. Y sin esto llevaban plumajes, guirnaldas y otras rosas y las más veces los pintaban o emplumaban o cubrían de flores y yerba. Muchos de ellos, que mueren alegres, andan bailando y pidiendo limosna para su sacrificio por la ciudad. Cogen mucho, y todo es de los sacerdotes.8

Y este detalle es el que nos llama tanto la atención: “muchos de ellos, que mueren alegres”, dejando, así, este cronista, testimonio del sentido que este ritual tenía para estos pueblos.

Los sacrificios se ejecutaban en lo más alto de las pirámides, en el altar ubicado en su cúspide, que era el Sancta Sanctorum de los sacerdotes, al que sólo ellos tenían acceso; o en la propia cancha del juego de pelota, pero en todo caso siempre en espacios sagrados que son aquellos donde se realiza el encuentro, o mejor, la identificación entre el hombre y los dioses y donde lo sagrado se manifiesta en su máxima potencia y unicidad.

Este contexto ceremonial es importante para entender aún mejor el sentido esencial y simbólico de estos sacrificios: se trataba de templos piramidales que se erigían orientados según las direcciones astrales, fundamentalmente los equinoccios y los solsticios, y cuyas formas simbolizaban las montañas sagradas, correspondiendo la cúspide al punto más elevado del cielo y su base al inframundo; espacios éstos donde sólo podían acceder los sacerdotes y los iniciados, en tanto que el pueblo, durante los ritos sagrados, permanecía en las plazas. Estos templos eran la representación simbólica del cosmos y en ellos se hacía efectiva la comunicación de los hombres con los dioses a través del rito sacrificial, propiciando con ello el descenso de estas deidades al nivel terrestre y el ascenso de algunos hombres (los sacerdotes chamanes) al cielo, pero también su descenso al inframundo, religando así lo más alto con lo más bajo, de ahí la suprema importancia del dios Serpiente emplumada (Kukulkan para los mayas yucatecos y Quetzalcoatl para los aztecas). Estos recintos sagrados también simbolizaban el centro del mundo (el axis mundi), lugares construidos para revivir el tiempo mítico y divino de los orígenes y revitalizar y regenerar el orden cósmico a través de los sacrificios humanos.



Códice Dresde, página 3.

Esta es la descripción que hace Martha Nájera Coronado, doctora en Historia y experta en estudios mayas, de esta página 3 del Códice Dresde donde se representa un sacrificio:

(…) un hombre, amarrado de pies y manos, yace sobre algo que funge como piedra sacrificial, que parece ser un tronco; el hombre tiene el pecho abierto y del lugar del corazón surge un árbol en cuyas ramas se posa un pájaro, símbolo celeste. La raíces del tronco se convierten en cabezas de reptil, quizás representen la parte terrestre del cosmos, y el pájaro un símbolo celeste; así el árbol en el códice, simboliza el eje del mundo que surge del corazón y que contiene el germen de la vida; además podría expresar también que el cosmos entero se renueva gracias al hombre que da su corazón para alimentar a las deidades.9

Los dioses mesoamericanos, como entidades vivas del universo, necesitaban de la ofrenda sacrificial de los humanos para subsistir, y esa fue la razón primordial de la creación del hombre; éste, si bien fue condenado por el demiurgo a una vida limitada, se le dio la capacidad de reproducción y la posibilidad de identificarse con sus estados superiores, o sea suprahumanos, pero para hacer efectiva su divinización tendría que alimentarlos. El ritual era el camino para que las criaturas correspondieran a los dioses por su existencia; gracias a la oración, la ofrenda, en especial la de su propia sangre y la de su propia vida, las deidades podían alimentarse, el cosmos continuar su marcha, el hombre perdurar en la tierra y a la vez, gracias a las pruebas iniciáticas, y a esta última de la entrega total, salir de la rueda de la existencia y participar de la inmortalidad, muriendo a todo lo caduco.

Respecto al autosacrificio como tal, los mayas extraían su sangre de diferentes partes del cuerpo: de la lengua, los molletes de los brazos, pero en especial del miembro viril, que era el que contenía mayor energía fertilizante; luego se ungía a la imagen del dios o bien se derramaba en papeles y copal que se quemaban, para que el humo pudiera ascender al cielo.

Este autosacrificio hacía parte del ritual iniciático de ascenso y divinización del aspirante. Si los hombres donaban su sangre del pene, las mujeres daban la suya horadándose la lengua como necesario complemento para la reproducción. Los campesinos también creían fertilizar sus cosechas derramando sangre sobre la tierra, emulando lo que los dioses hicieron.

Así, recurrían a sacrificios humanos a través de la decapitación, donde la cabeza simbolizaba la mazorca de maíz, transformándose en un fruto simbólico del sustento del hombre. El derramamiento de sangre con gran profusión era representado en los grabados de piedra con muchas serpientes, símbolo de la energía divina que escapa del cuerpo, como muestra el tablero del juego de pelota de Chichén Itzá.

La decapitación, previa al degollamiento, fue la forma más común de sacrificio en el periodo clásico maya. En el periodo Posclásico, la forma más común de causar la muerte ritual era extrayendo el corazón de la víctima.

El sacrificio era precedido por elaboradas danzas y grandes procesiones. Los oficiantes se ataviaban con las insignias y distinciones de los dioses, y se convertían en representantes y portadores del poder sagrado, siendo que, como intermediarios de ellos, se servían las divinidades del sacrificio de seres humanos.

Las víctimas podían ser niños o cautivos de guerra, pero también habían festejos rituales donde se sacrificaban sacerdotes. Los mayas consideraban que algunos seres humanos que iban a ser sacrificados, para el momento de su muerte, ya no eran hombres, sino dioses con una envoltura corporal; los dioses, como el cosmos, tenían que morir para renacer con nueva energía.



Sacrificio, Códice Florentino.

Para los aztecas la máxima ofrenda a los dioses era el sacrificio humano, en el que se ofrendaba el corazón palpitante de una víctima humana. En el momento de la culminación de los astros, se encendía el fuego nuevo sobre el pecho de un importante guerrero cautivo al que se le extraía el corazón. Su corazón y su cuerpo se arrojaban a una gran hoguera, que era visible desde cualquier punto del valle y de la cual se tomaba el fuego que se repartía a todas partes, en primer lugar en el templo de Huitzilopochtli. Se llevaba a cabo y se terminaba con grandes celebraciones y el festejo del nuevo siglo. Para los aztecas el sacrificio era una forma sagrada de fortalecer al sol y un alimento divino de los dioses y sobre todo de Huitzilopochtli. Los dioses se sacrificaron para que la humanidad existiera y, en su justa reciprocidad, los hombres debían sacrificarse para que los dioses siguieran viviendo y por lo tanto protegiendo a su gente.10

El adepto o iniciado, pues, necesita sacrificarse tal cual su dios se sacrificó en su momento para regenerar el proceso creativo, así es la exigencia de los dioses.

 
 
NOTAS
1 Popol Vuh. Ed. Trotta, Madrid, 2008.
2 Mercedes de la Garza Camino y Marta Ilia Nájera Coronado, Religión Maya. Editorial Ed. Trotta, Madrid, 2002.
3 Federico González y col., Programa Agartha, Introducción a la Ciencia Sagrada. Revista Symbolos nº 25-26, Barcelona, 2003.
4 Federico González Frías, El Simbolismo Precolombino, Cosmovisión de las culturas arcaicas. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016.
5 Francisco López de Gómara, Crónicas de Indias, Ed. Cátedra, Madrid, 2000.
6 Diego de Landa, Relación de las cosas de Yucatán. Ed. Alianza, Madrid, 2017.
7 Ibíd.
8 Francisco López de Gómara. Crónicas de Indias, op. cit.
9 Mercedes de la Garza Camino y Marta Ilia Nájera Coronado. Religión Maya, op. cit.
10 Silvia Limón Olivera, La religión de los pueblos nahuas. Ed. Trotta, Madrid, 2008.

 
 

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