Al
principio, las condiciones geográficas de la región del altiplano
peruano, en donde, gracias a la lluvia, la agricultura no dependía
estrictamente del sistema de riego artificial, no favorecieron, como lo habían
hecho en la zona costera, la aparición de centros urbanos, que, tarde
o temprano, debían llegar a unirse para constituir Estados. Las gentes
de esta región no tenían, pues, necesidad de concentrarse
en las proximidades de los sistemas de irrigación, ni de defender las
salidas y las ramificaciones de éstos. Por otra parte, como también
eran pastores, tenían al principio más tendencia a vivir alejados
unos de otros que a fundar poblados. Es mucho más difícil hacerse
una idea acerca de la evolución cultural de los pueblos del altiplano
que de
los de la costa, puesto que allí los hallazgos son menos abundantes y
menos fáciles de interpretar, y, por ello, en la carta
arqueológica del Perú existen muchas más zonas en blanco
en
las regiones montañosas que en las del
litoral.
Según sus posibilidades, muy distintas de unos lugares
a otros, los habitantes de estas zonas, agrupados en tribus de poca o mediana
importancia, cultivaban la patata y la (c)oca, el
maíz o la quinoa, y criaban la llama y la alpaca; por todas partes era
practicada la cría del cerdo, cuya carne comían. En época
de guerra, los grupos locales se reunían, y tal vez elegían entonces
a los jefes militares. Por otra parte, los jefes de clan poseían
la máxima autoridad dentro de tales antiguas sociedades. Fue de una de
estas tribus de la montaña de donde surgió la rama de soberanos
de los incas. Cuzco, su capital, se encontraba situada en un valle de altura
que
gozaba de una situación y de un clima favorables; puede suponerse que
un
poco después de la fundación de la capital de los chimúes,
comenzó a desarrollarse en este valle una ciudad-Estado, más
pequeña que Chan Chan, y organizada de un modo
distinto.
De ahora en adelante, ya no vamos a
tener necesidad, como sucedía en los capítulos anteriores, de
basarnos exclusivamente en los vestigios arqueológicos, puesto que varios
testimonios oculares nos han descrito el esplendor del Imperio inca. La primera
historia
detallada de los incas está contenida en la obra escrita en 1554 por
el honorable soldado Cieza de León, y se basa en un profundo conocimiento
de todas las comarcas del Perú. El virrey español de
este país encargó a Pedro Sarmiento de Gamboa escribir su Historia
del Imperio
inca, la
cual, una vez terminada, fue sometida
a la aprobación de cuarenta y dos indígenas notables, quienes
la encontraron buena y verídica. Los eclesiásticos que
conocían bien la lengua inca, se han esforzado en sus crónicas
en
aproximarse lo máximo a la realidad. La raza elegida por el destino para
gobernar el conjunto del Perú, y más tarde la costa del
Océano hasta las laderas de los Andes, y para colocar bajo el dominio
del
dios del Sol los grandes territorios de los países vecinos (al menos
durante un centenar de años), permanece en la más absoluta oscuridad,
pero sus orígenes deben ser situados a finales del siglo XII,
pues fue en esta época cuando el antepasado mítico de los incas
fundó la ciudad santa de Cuzco. Ni los descubrimientos
arqueológicos ni la tradición histórica permiten aclarar
por completo el problema referente al lugar de donde procedía este linaje
de monarcas, que eran a la vez jefes militares. A partir de cierta época,
los incas se atribuyeron un origen divino para justificar de esta manera su
derecho al poder, pero sus antepasados no habían sido más que
simples jefes de clan, sobre los cuales no tenemos mayores conocimientos que
sobre otros jefes
del mismo carácter que gozaban de un gran prestigio en
sus tribus montañesas, porque poseían muchas llamas y porque en
las hostilidades entre las pequeñas comunidades se habían cubierto
de gloria.
No hace aún mucho tiempo, se
creía que no existían en ningún lugar del valle de Cuzco,
punto de partida del poderío inca, vestigios significativos de la cultura
de Tiahuanaco que hubiesen podido dar una base histórica a la leyenda
según la cual los incas procedían de la región del lago
Titicaca; en las proximidades de Cuzco no habían sido descubiertos
más que tres vasos decorados en un estilo tiahuanaco auténtico.
Durante las excavaciones realizadas hace poco más de unos diez
años en las proximidades de la fortaleza inca de Sacsahuamán, que
domina la ciudad, fue hallado por el arqueólogo peruano Valcárcel
un fragmento de cántaro auténticamente inca, y cuya
decoración, representando símbolos típicos de la cultura
de
Tiahuanaco, podría ser considerada como la reproducción de la pintura
de un vaso preincaico, que un ceramista inca pudo haber visto en Tiahuanaco.
De todas maneras, es de creer, que durante la época de Tiahuanaco, ya
vivían en el valle de Cuzco algunas tribus sobre las cuales no fue ejercida
la poderosa influencia de esta
civilización.
Pero, desde hace algunos
años, se ha notificado con frecuencia en la Prensa peruana, que en varios
lugares del valle en cuestión habían sido descubiertas capas
más o menos gruesas con fragmentos de cerámica tiahuanacoide, ya
fuese durante la construcción de carreteras, ya, ocasionalmente, gracias
a excavaciones arqueológicas. Este hecho me fue confirmado personalmente
por el joven y brillante arqueólogo de la Universidad de Cuzco, Chavaz
Ballon, durante mi estancia, desgraciadamente demasiado breve, en esta ciudad
en
1953, mostrándome fragmentos de cerámica en los que
aparecía una decoración de un estilo próximo al de Tiahuanaco.
El jefe de una expedición de la universidad californiana de Berkeley enviada
al Perú, se puso en contacto con Chavaz Ballon en 1954,
el cual dejó generosamente sus hallazgos a la disposición de los
americanos, para que éstos pudiesen realizar el estudio científico
de los mismos. Y como nadie es profeta en su tierra, y los jóvenes
todavía menos, Ballon supuso que sería concedido mayor
crédito a la opinión de los arqueólogos extranjeros que
a
la suya. En efecto, éstos pudieron advertir la presencia de capas de fragmentos
de cerámica indudablemente tiahuanacoide en varios lugares del valle de
Cuzco; el estilo de todos los objetos que han sido hallados hasta el presente
está mucho más próximo al estilo de Huari, anteriormente
citado, que al estilo clásico de Tiahuanaco, y este hecho
podría apoyar la teoría según la cual la antigua ciudad
de
Tiahuanaco no había sido el punto de partida de una cultura, sino únicamente
un lugar de
peregrinación.
Los niveles
arqueológicos más antiguos de la región de Cuzco fueron
descubiertos por primera vez por Rowe, en Chanapata, en el año 1940, sobre
una eminencia situada al norte de la ciudad, y perteneciente a una
civilización que ha recibido el nombre de este yacimiento. En Chanapata
existían paredes de sostén hechas de grandes guijarros y de arcilla,
que rodeaban las plataformas construidas en los patios situados por debajo del
nivel del suelo. Los cadáveres descubiertos en esta ciudad estaban en
posición encogida, y sus tumbas carecían de ajuar funerario. Sin
embargo, Rowe pudo encontrar en los montones de detritus del mismo lugar fragmentos
de cerámica negra adornada con grabados simples o
con decoraciones plásticas, así como algunos huesos de llama. En
otros lugares del valle de Cuzco han sido descubiertas algunas capas pretiahuanacoides
análogas a las capas de Chanapata. Una capa más reciente, que Rowe
sitúa en un "período inca antiguo", y que
debió de durar aproximadamente del 1200 hasta finales del siglo XIV,
contenía restos de objetos de metal y de cerámicas cuyas formas
hacen pensar en las cerámicas de la época siguiente de Cuzco.
Además, las pinturas geométricas que las decoran se parecen a las
pinturas de los vasos de esta época, aunque son menos finas y de una
ejecución menos esmerada. Los constructores del "período inca
antiguo" no emplearon todavía, en apariencia, las piedras talladas que
son características de la época de expansión del Imperio
inca. Pero en esta época existían tumbas con cámaras sepulcrales
hechas de albañilería tosca y provistas de falsas
bóvedas, en donde los difuntos, envueltos en esteras y en tejidos, se
encontraban en posición encogida, lo mismo que los de las tumbas del
período inca ulterior. Dichas sepulturas del "período inca
antiguo" de Rowe tienen analogías con las "habitaciones-tumba" que se
hallan en las alturas de la cuenca del lago Titicaca, y que a menudo son verdaderas
torres, redondas o cuadradas, a las que se denomina chulpas; algunas
datan del período inca, y están hechas a base de piedras planas cuidadosamente
talladas. Advirtamos que los fragmentos de cerámica "inca antigua" procedentes
del valle de Cuzco están emparentados con las
cerámicas de las torres funerarias de la región del lago
Titicaca.
Lo mismo que en los comienzos de la historia de todos los pueblos
de la tierra cuyo pasado ha tenido gran
importancia, la historia más antigua de los incas está rodeada
de
mitos, y las numerosas leyendas que la relatan fueron creadas en época
de
su máximo esplendor, con el fin de explicar ciertos hechos
políticos y religiosos.
Manco Capac, el monarca cuyo nombre figura en primer lugar en
todas las listas
dinásticas, aparece como una especie de semidiós. Según
la
leyenda, salió de una gruta de la montaña con siete hermanos y
hermanas. Éste es un tema que ha servido muchas veces para explicar el
origen de dinastías poderosas, y que también aparece en
México. Dos de los hermanos de Manco sufrieron una metamorfosis
mítica, después de que la familia se hubo desembarazado de otro,
cuya ferocidad temían. Entonces quedó sólo con sus hermanas;
se desposó con la más fuerte y valiente de ellas, y acto seguido
sometió el fértil valle de Cuzco. En una leyenda se cuenta la siguiente
terrible escena: durante una batalla, Mama Ocllo, la cruel
antecesora de la dinastía de los Incas, arrancó las
entrañas de un enemigo, tomó su corazón y sus pulmones en
una mano, y sopló en los pulmones para hincharlos; después, blandiendo
un propulsor de jabalina en la otra mano, se precipitó sobre los hombres
del ejército contrario, los cuales, asustados por su terrible aspecto,
emprendieron la huida. Según otras leyendas, la ocupación del valle
de Cuzco por los primeros incas tuvo lugar de un modo pacífico. En todo
caso, es cierto que sus antecesores debieron el poder que
ejercían sobre los jefes indígenas de este valle a su valor y a
su
inteligencia, gracias a lo cual se distinguieron de la población campesina,
y pudieron finalmente convertirse en una casta
dominante.
El nombre de Manco no procede del quechua, la lengua del pueblo
inca. Este hecho ha incitado a algunos americanistas a atribuir un origen extranjero
al antepasado de la
dinastía de los Incas. Capac significa poderoso, el poderoso, el ilustre.
El hijo de Manco Capac y de su hermana se llamaba Sinchi Roca. Sinchi era un
título que significaba héroe guerrero, y su memoria ha permanecido
viva en la conciencia del pueblo, como nos lo muestra el hecho de que hayan sido
conservados sus restos mortales. Estos restos se encontraban, al parecer, entre
las momias de monarcas descubiertas siete años después de la Conquista
por el licenciado Polo de Ondegardo en una localidad de los alrededores de Cuzco,
en donde los indios los habían colocado para evitar que fuesen profanados
por los españoles violadores de tumbas.
40-41. Retratos
populares españoles de reyes incas. |
42. Tejido adornado
con personajes mitológicos. Pachacamac.
|
43. Ruinas de Sacsahuamán
|
También fue encontrada entonces la momia del tercer monarca
inca Lloque Yupanqui. Su hijo
Mayta Capac ("Muchacho poderoso") fue glorificado por la leyenda como un
Hércules que había venido al mundo con todos los dientes, y que
a
la edad de dos años ya sostenía luchas con los adolescentes; cuando
todavía era un muchacho, venció a una tribu enemiga, acrecentando
de este modo el poder de su pueblo. Los siguientes sucesores de Mayta realizaron
a su vez varias campañas, probablemente campañas
de rapiña como las realizadas por las demás tribus
montañesas, y no verdaderas guerras de conquista. El sexto monarca, Inca
Roca, fue el primero en llevar el título de Inca. La palabra inca, que
frecuentemente es utilizada para designar a todo un pueblo, no
correspondía al principio más que a un título que recordaba
primero al Sapay Inca, al "Inca único", y después a la
nobleza de sangre inca, y se ha conservado hasta el presente en algunas localidades
del
valle de Cuzco, en donde se aplica a los alcaldes y gobernadores elegidos por
los clanes.
El séptimo Inca,
según las listas genealógicas, fue Yahuar Huacac, "El que llora
sangre", y a él se refieren una serie de leyendas que no tienen gran
interés. Su hijo tomó el nombre del dios creador de los Incas,
Huiracocha, puesto que éste se le había aparecido durante la
víspera de una batalla y le había ayudado a lograr la victoria.
Parece ser que Gonzalo Pizarro, uno de los hermanos del conquistador del
Perú, hizo morir en la hoguera a los indios de ambos sexos que se negaron
a decirle dónde se encontraba la momia cubierta de joyas de oro de Huiracocha;
aunque al fin acabó por descubrirla y la hizo destruir por el fuego. Una
crónica nos cuenta que sus cenizas fueron adoradas más tarde por
los indígenas, y este hecho es muy característico del prestigio
semidivino de que gozaban los Incas entre los suyos. En época de los virreyes
españoles, quienes se esforzaron en luchar con todas sus fuerzas contra
la idolatría, y particularmente en cortar el culto a los Incas, estas
cenizas sagradas fueron por fin confiscadas y dispersadas a los
cuatro vientos.
Durante el reinado de Huiracocha, algunas tribus de los indios
aymarás pidieron apoyo a los incas, y fue
entonces cuando éstos comenzaron a extender su dominación
más allá de la barrera de las montañas situadas al sur de
su territorio primitivo, límites que antes nunca habían franqueado.
Cuando Huiracocha no fue más que un débil anciano, los chancas,
indios guerreros de las tierras situadas al Noroeste del país inca, penetraron
con un ejército en este territorio, y cuando llegaron a las puertas de
Cuzco, Huiracocha, junto con el heredero del trono, Orco, emprendieron la huida.
La ciudad fue liberada por uno de sus hijos menores,
Yupanqui, quien la sometió con la ayuda de dos generales que
habían dado pruebas de su valor en la guerra. Después se
coronó Sapay Inca, y recibió el glorioso sobrenombre de Pachacutic, o
sea el de un salvador y
reformador.
44. Ollantaytambo.
|
Y
es con el usurpador Pachacutic (1438-1471) cuando se inicia la historia relativamente
digna de crédito de los incas, tal como la consignaron
los
cronistas españoles del siglo XVI. En efecto, en esta época
existían todavía muchos hombres cuyos padres habían visto
a Pachacutic, y que podían hablar de sus obras. En algunas
crónicas españolas aparece pintado como un personaje cruel, pero
tal vez sea éste un juicio tendencioso, puesto que también le son
atribuidas un buen número de obras pacíficas; a partir de su época,
los pueblos vencidos, que estaban obligados a pagar tributo, fueron integrados
sólidamente en la comunidad inca. Durante los últimos años
del reinado de Pachacutic, su hijo Topa, o Tupac, uno de los personajes más
brillantes de la historia inca, mandaba sus
ejércitos en la guerra, mientras que él se ocupaba en reorganizar
las escuelas de la nobleza (que habían sido creadas bajo el reinado del
Inca Roca), y en otras obras. Entre otras cosas, hizo trazar planos de barro
en relieve de las nuevas provincias conquistadas, y erigir columnas en todo el
país, que permitían observar el curso de los grandes astros. "Cada
mañana y cada tarde tenía la costumbre de observar la
posición del sol. De esta manera sabía cuándo era la época
de plantar las semillas y cuándo la de la
recolección. Conocía las horas de las puestas de sol, y observaba
también la luna nueva, la luna creciente y la luna llena. E hizo elevar
tales "relojes" en las cimas más altas de las montañas,
allí por donde se levantaba o se ponía el sol", como podemos leer
en una crónica. Pachacutic Inca murió en 1471, cuando ya
hacía siete años que su hijo Tupac Yupanqui guerreaba para él.
Los españoles hallaron su momia, que estaba adornada con las insignias
de la majestad real, envuelta en suntuosos vestidos, y cuyos ojos eran de oro.
El imperio de Pachacutic se extendía desde las orillas del lago Titicaca
hasta la frontera norte del actual Ecuador. Tupac Yupanqui, el "soberano rico
en honores", lo ensanchó considerablemente por el sur, hasta el interior
del actual Chile. Fue también durante su reinado cuando se conquistaron
los Estados feudales chimúes, cuya
organización tal vez sirviese de modelo a los incas. El pueblo
montañés de la región de Cajamarca, aliado a los
chimúes, había pedido apoyo a estos poderosos dueños del
litoral para poder ofrecer resistencia al Inca. Una crónica nos cuenta
cómo éste obtuvo la victoria cortando los canales que proporcionaban
agua a la costa; y, como explica Sarmiento de Gamboa, Tupac incluso hizo armar
balsas de guerra para conquistar las islas del
Pacífico. En su época, la administración del Imperio inca
debió de estar ya tan bien organizada, que le permitió permanecer
ausente durante largos meses. Según las crónicas, fue el único
inca que se aventuró a internarse en el mar. Sarmiento de Gamboa, que
era entendido en materia de navegación, intentó averiguar cuáles
eran las islas que había tenido la
intención de conquistar, pero todavía hoy en día se ignora
de cuáles se trataba.
Tupac Yupanqui
intentó también penetrar en la zona de selva situada al este de
su
Imperio; pero los incas jamás lograron asegurar su dominio en esta
región situada más allá de los Andes y poblada por indios
guerreros; aunque, probablemente, algunas poblaciones de estos últimos
se
vieron obligadas a pagarles tributos. En la selva se encontró gran abundancia
de cosas muy codiciadas en aquella época, como maderas
exóticas, plumas para los tocados y metales preciosos. Algunas de las
fortalezas que dominan las gargantas orientales fueron construidas probablemente
por orden de Tupac, el cual debió una gran parte de las anexiones realizadas
en unos pocos decenios a negociaciones pacíficas. La gran época
de los incas no está colocada únicamente bajo el signo de las conquistas
guerreras, sino que también nos ofrece muchos ejemplos de adquisiciones
territoriales realizadas de una manera
pacífica, gracias al superior prestigio de los soberanos, y a una
organización y una administración de primer orden. Se supone que
la momia de Tupac fue quemada por los generales de su nieto Atahualpa, durante
la guerra civil que sostuvieron contra el soberano legal, Huáscar, puesto
que temían que este despojo mortal estuviese todavía provisto de
la fuerza del monarca que en otro tiempo había gozado de tanto
poder.
Huayna Capac (1493-1527) es, en verdad, una
de las figuras más problemáticas de la estirpe de los Incas; era
todavía un muchacho cuando recibió la herencia que para él
habían creado su abuelo y su padre. Huayna significa "adolescente", y
este nombre le fue dado porque al principio de su reinado reprimió victoriosamente
las rebeliones que se produjeron en varias provincias del gigantesco Imperio
inca, conquistadas desde hacía poco; se apoderó de la provincia,
todavía independiente, de Guayaquil, y finalmente
llegó a repeler a los chiriguanos, una tribu de los guaraníes,
indios guerreros cuyas correrías ponían en peligro desde
hacía ya varios años a las tribus de los bosques del Este del imperio.
Hacia 1523, los chiriguanos, siempre ávidos de cobre y de objetos de oro,
realizaron incursiones, por cuarta vez, en el territorio que bordeaba la frontera
de los incas. Algunos hombres blancos, náufragos de la flota de Antonio
de Solís, cruzaron con ellos la selva de este a oeste; conocemos el nombre
de uno de ellos: Alejo García. Un cronista nos informa que este hombre
había jugado un importante papel en una de las bandas expedicionarias
de chiriguanos, lo que no les impidió, llegado
el
momento, asesinarle.
La reputación de
riqueza que poseía el gran Imperio inca se extendió hasta muy lejos:
por el este hasta Paraguay, y por el norte por lo menos hasta
Panamá, y Núñez de Balboa, que descubrió el "Mar
del
Sur" (es así como los españoles llamaron al Océano
Pacífico), oyó hablar ya de él, en 1513, a un jefe
indígena. Trece años más tarde, Francisco Pizarro
concluyó un tratado por el que le eran otorgados poderes para descubrir
y
conquistar este fabuloso país, que al fin debía caer en sus manos
como un fruto maduro en 1532.
Fue bajo el reinado de Huayna Capac cuando se perfiló por
primera vez la sombra del hombre
blanco sobre este Imperio. No sabemos por qué este Inca pasó los últimos
años de su vida en tierra ecuatoriana, muy lejos de la ciudad santa de
Cuzco; vivió en donde se encuentra la actual ciudad de Cuenca, donde hizo
edificar su residencia de Tomebamba, que se cree debió de ser magnífica.
Acaso debió de ser una mujer, una hija del
príncipe ecuatoriano, y una de las doscientas mujeres de su harén,
quien le retenía en este lugar.
Algunos
años antes de instalarse en Tomebamba, Huayna Capac, tras duros combates,
logró adelantar la frontera norte del Imperio hasta el río Ancasmayo.
Gracias a una serie de relevos de corredores, dispuestos de tanto en tanto en
las rectas carreteras imperiales, estaba en contacto con casi todas las provincias
de su territorio. Pero el sumo sacerdote residía en Cuzco, la ciudad santa,
que estaba considerada como el corazón del Imperio; en este lugar se encontraba
el templo más bello dedicado al dios del Sol. Varias
crónicas nos cuentan que, en tiempos antiguos, los Incas reinantes
hacían confesión de sus pecados a los sumos
sacerdotes.
En todo caso, aun permaneciendo lejos de Cuzco, este gran monarca
Huayna Capac había provocado sin duda el motivo para una futura guerra
de sucesión, que parece no haber sido la lucha entre dos hermanos enemigos
por lograr el trono, sino más bien una
lucha entre el clero, que protegía a Huáscar, y los generales de
Huayna Capac, cuyo candidato era Atahualpa, para conseguir el poder. Esta guerra
permitió al aventurero Pizarro lograr la victoria de un modo tan
fácil como él nunca hubiera podido
esperar.
Lo mismo que el último soberano azteca Moctezuma II,
Huayna Capac consultó los presagios sobrenaturales, los cuales le asustaron;
cuando fue enterado de la expedición de Pizarro
y sus trece compañeros a la zona costera (1526-1527), a los que
habían denominado "españoles barbudos", cubiertos de pies a cabeza
con gruesos trajes, y de sus navíos, que describían como casas misteriosas,
consultó los presagios, que le asustaron, y este monarca,
que había participado en centenares de combates contra los indios,
lloró presa de mortal espanto.
"Cuando el
Inca oyó tales palabras, quedó petrificado por el asombro, y se
llenó de tal terror y tristeza que se encerró en su
habitación y no salió de ella hasta la llegada de la noche. Entonces
llegaron otros mensajeros enviados por los gobernadores de la costa, que le hicieron
saber el modo como estas gentes habían penetrado en sus
casas, y las habían saqueado. Nada hubiese podido hacer efecto sobre estas
gentes, ni lograron intimidarles cuando les hicieron entrar en las casas en donde
se encontraban las fieras salvajes del Inca. El monarca, al oír contar
cosas tan inauditas, se puso fuera de sí y no logró articular una
sola palabra; después ordenó a los mensajeros que repitiesen las
noticias que traían. Ellos dijeron: "Oh Señor, no tenemos nada
que contar; sólo que los leones y los demás animales salvajes que
tú tienes allí, en tus palacios, rastreaban ante ellos sobre la
tierra y movían alegremente la cola, como si hubiesen sido
animales domesticados". Entonces, el monarca, fuera de sí, se
levantó de su silla, sacudió su manto, y dijo: "¡Fuera,
señores y adivinos! ¡No turbéis mi poder y mi fuerza!" Después
se sentó en otro taburete, y se hizo contar por los mensajeros, una y
otra vez, las noticias que traían, puesto que no llegaba a creer en tales
sucesos nunca vistos e
inauditos."
Otro relato, lleno de horror
místico, nos cuenta una espantosa aparición que tuvo Huayna Capac,
durante la noche, en un campo militar de la costa ecuatoriana; en ella vio cientos
de millares de espectros rodear el lugar, las almas de los mortales que abandonaban
la vida. Se nos cuenta que, aterrorizado por esta visión,
levantó el campo y condujo su ejército a Quito, en la
montaña. Todavía es más siniestra la leyenda relativa a
su
muerte: Un día apareció en Quito un mensajero al que nadie
conocía, y que llevaba una capa negra, y una cajita que tendió al
Inca, declarando que era enviado por el Creador; cuando Huayna Capac
abrió la tapa de la caja, escaparon de ella polillas y mariposas nocturnas
negras, que se pusieron a revolotear en torno a él, y que luego
desaparecieron; éstas provocaron una epidemia mortal en el
ejército, de la que también fue víctima el propio Huayna
Capac.
El padre Cobo nos habla de las manifestaciones de duelo que
tuvieron lugar en Cuzco después de la muerte
del monarca: "Su muerte fue muy sentida de todos sus vasallos.
Celebráronse sus exequias con grandes llantos y solemnidades de sacrificios;
matáronse para su entierro mil personas para que le fuesen a servir
a la otra vida (como ellos creían), y afirman que, con la
opinión que tenían de su persona, recibieron la muerte con gran
contentamiento, y que, además de los elegidos para ella, se ofrecieron
otros muchos de su voluntad. Porque (según se pudo averiguar) este Inca
fue adorado por dios en vida, diferentemente que los otros, y nunca con ninguno
de sus predecesores se hicieron las ceremonias, que con él... Estaba
su cuerpo más bien curado que todos, porque no parecía estar
muerto, y sólo los ojos tenía postizos, tan bien hechos, que
parecían naturales".
Según mis
conocimientos, ninguna crónica nos dice que Atahualpa, un hijo favorito
de Huayna Capac, de origen dudoso, hubiese seguido el cuerpo de su padre hasta
Cuzco, y hubiese participado en las ceremonias fúnebres. En todo caso,
su
hermano Huáscar recibió en Cuzco, de manos del sumo sacerdote,
las
insignias del "Inca único". Por el contrario, Atahualpa permaneció en
el Ecuador entre las tropas más aguerridas de Huayna Capac; tres de los
principales generales de este último estaban a su lado. Se dice que cuando
era todavía un niño, ya acompañaba a su padre en sus
campañas.
Atahualpa probablemente no fue
jamás a Cuzco, la capital de Huáscar, el Inca coronado que gobernaba
las cuatro quintas partes del Imperio. Parece ser que los generales de Atahualpa
le animaron a que se negase a rendir homenaje a su hermano, como éste
quería que hiciese. Ni uno ni otro fueron capaces de darse cuenta del
daño que los españoles representaban para el Imperio, sobre el
que su padre había reinado durante treinta y cuatro años, a pesar
de que ya habían oído hablar de estos inquietantes extranjeros.
También se cuenta que dos españoles (probablemente se trata de
Rodrigo Sánchez y de Juan Martín, a los que Pizarro
había dejado en el país con ocasión de su primera
expedición de reconocimiento del litoral) habían sido enviados
por
un príncipe vasallo de la provincia costera a la residencia ecuatoriana
de Atahualpa, aunque no poseemos informes más precisos a este respecto.
En todo caso, es verosímil que el hecho de haber visto de cerca a dos
hombres extranjeros dejase a Atahualpa indiferente, puesto que pudo advertir
que éstos no eran seres divinos, sino criaturas de carne y hueso. Los
españoles no fueron calificados de Huiracochas (dioses)
más que por las gentes de Huáscar, mientras que los partidarios
de Atahualpa les denominaban simplemente "los barbudos", tal vez con un poco
de
desprecio.
Atahualpa se rebeló contra su
hermano, y, después de una serie de fracasos iniciales sufridos en la
provincia ecuatoriana de Cañar, cuyos jefes apoyaban a Huáscar
(y
de los que se vengó más tarde de un modo cruel, sin exceptuar a
sus mujeres e hijos), sus generales, excelentes estrategas, lograron la victoria
sobre su rival, que carecía de experiencia en la guerra, y le hicieron
prisionero en 1532, siendo éste el fin. Saliendo de Quito con otro
ejército, Atahualpa marchó lentamente hacia el sur y esperó a
los españoles en Cajamarca, ciudad situada en la zona montañosa
del Norte del Perú. Su pequeña tropa no estaba compuesta
más que por unos setenta jinetes y ciento diez infantes. Tal vez el Inca
estaba demasiado seguro de sí mismo después de la captura de
Huáscar. Sus generales, que habían anonadado a todo el clan de
su hermano en Cuzco en el curso de una espantosa matanza, estaban ocupados en
someter el altiplano de la región del lago Titicaca. Sin hallar ninguna
resistencia, los españoles llegaron ante Cajamarca después de una
penosa marcha a través de los desiertos de la costa y de la zona alta.
Hubiese sido suficiente a Atahualpa el hacer una seña para que fuesen
puestos en mortal peligro cuando cruzaban los desfiladeros de las
montañas; pero se limitó a hacerles llevar por medio de sus mensajeros
modelos reducidos de fortalezas, tal vez con el fin de demostrarles que era poderoso,
así como patos decapitados, los cuales, como todos los
pájaros decapitados, debían servir para romper mágicamente
el poder de los auxiliares sobrenaturales de los enemigos. En algunas narraciones
se cuenta que Atahualpa quiso sacar provecho de las armas de los blancos, para
lo cual les hizo saber la buena nueva de la captura de su hermano
Huáscar.
Ni el propio Atahualpa podía llegar a sospechar que los
españoles tenían la posibilidad de recibir refuerzos por mar. Como
explica el historiador americano Kubler: "Según su experiencia y la de
sus predecesores, ningún pueblo ni
Estado de la costa podía extenderse tan lejos como lo hubiese deseado
una
comunidad unida y poderosa del altiplano, puesto que el Océano representaba
una barrera infranqueable a su espalda, de cuyo lado no
podía llegarles ningún auxilio. Su expansión tierra adentro
se veía limitada por las montañas, en donde las gentes del altiplano
gozaban de ventajas desde el punto de vista de la estrategia, tales como la posibilidad
de controlar el agua de los nacimientos de los ríos costeros. Atahualpa
consideró, pues, la presencia de los españoles como una amenaza
insignificante llegada de la costa, y lo importante para él era combatir
en la montaña".
He
aquí, pues, por qué Atahualpa se dejó atrapar en una trampa,
la misma que él creyó haber tendido a los españoles cuando,
para poner de manifiesto su real majestad ante estos miserables extranjeros,
entró en su ciudad de Cajamarca con un magnífico
ejército, en procesión solemne, mientras que los servidores
barrían ritualmente el camino ante la litera de este "Inca único" y
semidiós, cuyo nombre, por una ironía del destino, significaba "aquel
que da suerte en la guerra".
La señal de las hostilidades fue dada entonces por los
españoles, no sin antes
haber leído la solemne proclama por la que se reconocía al Rey
Muy
Católico el derecho que le había sido concedido por el Papa de
reinar en los países nuevamente descubiertos, así como el de tener
bajo su poder al divino hijo del sol, al Sapay Inca. ¿Cómo iba, pues,
a comprender él un discurso tan arrogante? Se cuenta que
arrojó la Biblia (que le tendía el capellán Valverde) al
suelo de un modo airado.
El valor de los conquistadores se enfrió un tanto; y, de
creer los relatos de los
testimonios oculares, el ejército del Inca produjo en algunos gran espanto.
No obstante, a la señal convenida, las dos mortíferas piezas de
campaña de que disponían empezaron a tronar. Los
soldados españoles salieron de emboscada, y las gentes de Atahualpa formaron
con sus cuerpos una verdadera muralla ante la litera del mismo, pero se dejaron
someter sin ofrecer la menor resistencia activa. Los restantes huyeron presas
de pánico, y el Inca fue sacado de la litera mientras de su frente
caía la insignia de su majestad, una trenza de lana de vicuña roja
enrollada en torno a su cabeza y adornada con bellotas fijadas a pequeños
tubos de oro.
Atahualpa no había buscado en modo alguno provocar iniciativas
por parte de sus defensores, pues la voluntad de este aguerrido jefe militar
quedó como petrificada ante lo desconocido. Ante sus propios ojos, su
soberanía había sido
desposeída, de un solo golpe, de su carácter divino por el inaudito
sacrilegio que los extranjeros habían osado cometer; un sacrilegio que
ningún Inca jamás hubiese creído posible. Sin embargo,
para una parte de sus súbditos siguió siendo la
encarnación terrestre de la divinidad del sol, y un semidiós
al que había que venerar. En el cautiverio conservó toda su majestad,
como le obligaba la educación que había recibido y su sangre
real.
No se hizo bautizar hasta que se vio a punto de perecer en la
hoguera, puesto que temía verse privado más tarde de las honras
fúnebres de las cuales habían gozado todos sus antepasados. Durante
su prisión, los nobles de su pueblo no se le
acercaban más que con una carga a la espalda, los ojos bajos y los pies
desnudos, con el fin de demostrarle su sumisión tal como lo exigía
la costumbre. Los vestidos de que se despojó fueron quemados, para
así evitar que fuesen profanados por el contacto de las manos de un mortal.
El consejo de guerra de Pizarro no sólo le acusó de fratricida,
sino también de conspiración contra el rey de
España, de poligamia, de idolatría, y de otros delitos diversos,
que jamás habían sido considerados como tales en el Imperio inca.
Después que hubo aceptado el bautismo, fue condenado, como medida de
gracia, al suplicio de garrote, muriendo en agosto de
1533.
No hubo verdaderas resistencias contra los arrogantes conquistadores
españoles hasta después de la muerte de Atahualpa, el cual supo
mostrarse más civilizado que los bárbaros blancos, conservando
una actitud verdaderamente real mientras duró su cautiverio. Pero el sistema
minuciosamente organizado del Estado inca, cuyo
mecanismo continuó funcionando automáticamente en muchos de sus
dominios, necesariamente debió perderse ante el hecho de que el jefe supremo
del cual dependía su poder se mostró impotente en el
momento decisivo.
El destino se decidió en
favor de Pizarro, y designó el único momento que podía ser
bueno para los españoles. Ya que si el conquistador hubiese esperado solamente
seis meses para marchar sobre Cajamarca, difícilmente hubiese podido efectuar
su golpe de mano. Mientras tanto, Atahualpa se hubiese dado perfecta cuenta de
lo que realmente eran los españoles, y Pizarro le hubiese encontrado
en el verdadero apogeo de su
fuerza.
Después de la ejecución de Atahualpa, algunos jefes
de sangre inca se resistieron a los conquistadores, y encontraron sus partidarios.
El Estado inca, o más exactamente la corte,
continuó subsistiendo hasta 1570 en la lejana provincia montañosa
de Vilcabamba, cuyo territorio dominaba las gargantas boscosas del Este del Imperio.
Allí fue a donde se retiró el Inca Manco Capac II, instalado en
el trono por Pizarro, después de que, disgustado por el poder ficticio
que ejercía por gracia del español, se
rebeló y asedió en vano a Cuzco durante un año. Entonces
hubiese podido tener mayor suerte para llevarse la victoria si la fuerza espiritual
de la monarquía inca no hubiese sido mermada demasiado seriamente en el
curso de los años precedentes. El ejército que
combatía para él no era un ejército bien organizado, sino
más bien una horda de paisanos armados que, cuando escaseaba el avituallamiento,
se sentían más inclinados hacia la gleba de su
país de origen que hacia la gloria guerrera y la gloria de su soberano.
Manco Capac II fue nombrado Inca en 1534, tres años antes de que se retirase
al país salvaje de Vilcabamba, y su coronación fue
acompañada de las fiestas propias del caso. En torno a su cabeza llevaba
la trenza de color púrpura adornada con ornamentos de oro que
había sido la insignia real de sus
predecesores.
Pero después de la matanza de Cajamarca, todas las nociones
indias de justicia e injusticia fueron oscurecidas por el abuso de los invasores
europeos, que eran los dueños del
país. La excelente organización económica del Imperio
había sido rota, y lo que quedaba no servía a los españoles
más que para explotar mejor a los indígenas. Las antiguas leyes
habían perdido mucho de su valor, y no se comprendían
todavía las de la Iglesia católica. La clase de los servidores
sin
tierra, los yanacuna, comenzó a aumentar de un modo considerable
poco después de la catástrofe de Cajamarca; algunos soldados
españoles tenían hasta doscientos criados indios. Al amparo de
sus
nuevos dueños, estos proletarios indios desarraigados sabían que
sus antiguos amos no podían ejercer la menor autoridad sobre ellos, y,
traicionándolos y calumniándolos, contribuyeron grandemente a arruinar
su prestigio, así como a asegurar el triunfo definitivo de los
españoles. Por el hecho de que los yanacuna eran cada vez más numerosos,
los campos se quedaban sin habitantes, y la agricultura fue descuidada. En cuanto
a la cría de llamas, se vio muy comprometida por los actos extravagantes
de la soldadesca victoriosa; se cuenta que cuando los
gastrónomos querían comer un plato de médula, no dudaban
en
hacer matar una docena de estos animales.
El Imperio inca, en plena descomposición, no podía
ofrecer ninguna
resistencia al dinamismo de la expansión hispano-cristiana. La
religión de la antigua aristocracia, el culto oficial al sol, no fue aparentemente
observado más que en el lejano país de Vilcabamba y
después de la conquista de esta provincia en 1570 desapareció por
completo, si bien es verdad que la gran masa de indios del campo continuó porfiadamente
practicando el culto preincaico de las divinidades locales (huacas), y
el culto a los muertos, así como diversas supersticiones. Incluso parece
ser que la influencia de los brujos y adivinos se
acrecentó durante algún tiempo después de la ruina del clero
aristocrático.
Vamos a mencionar un
hecho, que por sí solo da testimonio de la gloria espiritual de que gozaba
en el Perú la rama divinizada de los Incas: en 1572 fue hecho prisionero
Tupac Amaru, último soberano de Vilcabamba, y un sobrino de Ignacio de
Loyola lo llevó a Cuzco; allí le fue cortada la cabeza, quedando
expuesta en la plaza del mercado de la ciudad, en donde la
población india, a pesar de que ya hacía mucho tiempo que estaba
en contacto con los españoles, le rindió los honores propios de
un
dios. Esto sucedía, pues, bastante tiempo después de la muerte
de
Atahualpa, es decir, después de varios decenios de dominación militar
extranjera y de evangelización
católica.
El poder del Imperio
español, personificado por los virreyes y los sacerdotes, jamás
logró acabar por completo con el sentimiento de solidaridad que
tenían entre sí los indios del altiplano peruano, y tampoco lo
lograron durante los tres siglos del período colonial, durante los cuales
las dos clases de población diametralmente opuestas del Perú no
se
mezclaron más que un poco, y no se fusionaron hasta la época de
la
República. Es dudoso que la civilización técnica, que no
comenzó a invadir el país andino hasta después de algunos
decenios, lograse aniquilar jamás estas fuerzas espirituales y vitales
propias de los indios. El "renacimiento indio", cuyos iniciadores son sobre todo
los mexicanos, no arraigó solamente en la imaginación de los intelectuales
románticos.
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